Crecí en un pueblo en el que en los 90 no había mucho que hacer. No había cine, bueno, dos salas que a algún visionario se le ocurrió instalar y en las que proyectaban películas de los hermanos Almada y los estrenos llegaban con considerables retrasos. No había pista de hielo. No había centros comerciales, vaya, lo más parecido era la tienda de “Don Pancho Tortas” o “La Equitativa” o el mercado que hasta la fecha tiene vida los viernes. En la Alameda no había patitos, pero siempre había montones de parejas calientes que se amaban atrás del CEFERESO.
Teníamos mucho campo, eso sí. Podíamos andar el día entero recorriendo las veredas dibujadas por los caminantes. Había una alberca, municipal y un jardín central que hacía del espacio de reunión preferido para los adolescentes que se creían una especie de élite millonaria entre los mortales pueblerinos. Sólo teníamos televisión abierta, las antenas parabólicas eran cosa de ricos. Salíamos a jugar por las tardes con los vecinos y nos metíamos a las 8 de la noche de lunes a viernes y a las 10 los fines de semana. Nadie se inmutaba si no aparecíamos durante horas y en caso de que nustras familias no supieran en dónde estábamos metidos, el teléfono social encarnado en la gente se encargaba de avisarte.
Nunca había nada que pudiera hacer, si acaso, el momento en el que salía a la calle a comprar el pan, recoger la leche, comprar la despensa o el alpiste para los canarios. Cuando ibas a regañadientes a donde fuese que te obligaran a ir, y radiante de alegría por un elote con harta mayonesa y chile del que pica.
La rutina era nuestra forma de vivir. Cada día, durante todos los día (a excepción de las fiestas patrias, Día de muertos o Navidad) era una réplica del anterior. Nunca pasaba nada: no había feminicidios (al menos no del conocimiento del pueblo), no había asaltos, niños robados, es más, el señor del costal allá tenía nombre y existencia real: “El Lomas”, un pobre hombre que corrió con el infortunio de tener un padecimiento mental que nadie quiso entender y que simplemente era tratado como el “loco” al que tanto miedo le teníamos.
La televisión entonces me resultaba muy divertida, crecí viendo todas las caricaturas del Canal Once, me encantaban los maravillosos “Intermedios” europeos.
Los sábados y los domingos eran la ruina, se trataba de vegetar cuando te hartabas de romperte el hocico en la bici o los patines. Pero en algún momento, mi abuela, con la que pasé muchos muchos fines de semana solas y no hallaba cómo entretenerme, me abrió la puerta a la magia del Cine de Oro Mexicano y ahí comenzó la historia: cinéfila de corazón, comencé mi carrera a los 8 años.
El sábado en el canal 2 pasaban a Pedro Infante (sí, me las sé todas de memoria, incluyendo una de la que Televisa no tenía los derechos: El gavilán pollero y que solo podían transmitr en el Trece) y a Cantinflas (pero cuando era “el peladito”). En el Canal 9 siempre había películas de lunes a viernes a las ¿12 o a la 1?, y los domingos se echaban hasta una tríada de películas temáticas.
Conocí la perfección de Dolores del Río y a María Candelaria, a Ninón Sevilla y la rumba, al Indio Fernández y la lumbre de sus gestos, a Pedro Armendáriz y sus ojos preciosos, a Lilia Prado y sus piernas de ensueño, a Marga López y su talento lacrimógeno, a María Félix y de Doña Bárbara hasta Doña Diabla pasando por Enamorada y El Peñón de las Ánimas y la fotografía mítica de sus ojos, conocí al guapérrimo Arturo de Córdova, a Carlos López Moctezuma y su negro corazón, y a todos a los que no les hago justicia.
Y conocí, de entre todos ellos, a la piedra angular de mi amor genuino por el cine: Luis Buñuel. El Jaibo, Viridiana, y después el diablo que enseña el seno desnudo; al Ángel Exterminador; la imagen del Sagrado Corazón de Jesús con una sonrisa enferma, descompuesta; la belleza hipnotizante de Miroslava y su maniquí, y otra vez, las piernas de Lilia Prado subiéndose al tren.
Me gusta recordar todo lo que vi y todo lo que me hizo amar el cine. Ya después le brinqué a otros géneros y países y esas cosas. Pero ahora veo los afiches que Armando Bartra reunió para Sueños de Papel y me hacen reír sola, me trae de vuelta algunas de las muchas películas que había olvidado. Me regala recuerdos de aquellos filmes que me emocionaron tanto que hasta que les escribía en mi mente infantil finales alternativos. Ese libro es un regalo visual excepcional para el corazón de una niña que encontró en el cine de blanco y negro una mágica salida a aquellos momentos que definieron muchos de los pasos que daría después, y que tristemente no fueron los mejores.
Gracias al cine me descubrí como guionista de fantasía y tejí uno de los lazos más fuertes que me unieron a la mujer que me educó para la rebeldía.