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Al ver y seguir las noticias de lo que pasa en China, me imaginé lo desastroso que sería la reacción de los Estados Unidos al coronavirus.

Me mandaron a Colombia por trabajo, me sentí seguro al pensar que la infección era sólo un asunto chino. Podía monitorearlo desde lejos. Después, el virus continuó extendiéndose, llegando al estado de Washington, inevitablemente. 

En Europa reportaban a diario los números de víctimas. El virus se dispersó por todo Italia, la economía octava más fuerte del mundo, obligándolos a cerrar al país por completo. La nueva realidad se estableció y empecé a pensar no sólo en cómo, también cuándo, llegaría la pandemia a uno de los centros más grandes del mundo, Nueva York. 

¿Cómo se prepara uno para esto al vivir en un lugar tan expuesto y poblado? 

Dos semanas después, llegué de regreso al aeropuerto JFK. Me entregaron un formulario que pregunta a dónde has viajado y el estado general de salud. Esperando en las filas vi a médicos en trajes encapsulados, tomando la temperatura de las personas. Al pasar por migración, a cada individuo preguntaban si tiene alguna síntoma. 

Todavía sin mucha ansiedad, llego a casa en taxi, observando como todas las calles estaban desiertas. Se me hizo rápido, con casi nada de tráfico. Al día siguiente, mi jefe me envió un email diciendo que tengo que quedarme en casa porque había viajado al extranjero. 

Aunque me pareció un poco dramático, cumplí con gusto. 

Ahora estoy en el segundo día, siguiendo los medios, y la situación se está poniendo peor cada minuto. 

Reportajes como éste salen en todas partes:
“Italia declara una cuarentena completa.” “El virus llega a toda Europa”.

Tercer día.

No puedo parar de ver el progreso. Empiezo a adaptarme. Todavía hago mi rutina diaria, tomando café en la tienda del barrio mientras que el barista hace chistes sobre la situación. Nada parece tan serio, hasta que en las noticias dicen que todo está en el limbo. La NBA suspende todos sus próximos partidos. Hasta nuestro querido Tom Hanks ha sido infectado. 

Fila para entrar a un supermercado en Nueva York. Foto: Ezra Lizama

En este momento, me doy cuenta que sí, esto es real. Todos los medios están inundados con notas del virus. Decido salir para almacenar comida, encontrando una fila para entrar el súper que extiende por la cuadra. Me impresiona que esta ciudad tan viva puede pasar un apocalipsis. Los estantes de las tiendas están vacías. La gente, visiblemente, desesperada. Filas que nunca he visto en mi vida.

Recibo emails de los cines que frecuento que van a cerrar. Aprovecho para ir a una última función, encuentro la sala casi vacía, sólo unos algunos soldados valientes. Alguien estornuda y una pareja de personas mayores saltan de sus asientos para huir. La tensión y desesperación son evidentes. Aún en el metro, todos están distanciados y alertas. No puedo dormir por las noticias y tweets de personas profesando que el fin de mundo está acercándose. 

Los cínicos y el público ya se habían preocupado de cómo los Estados Unidos iban a reaccionar a la amenaza, considerando nuestra situación actual, con el sistema de salud y la confusión sobre el liderazgo federal. Se empeoró la situación con la declaración de emergencia en Nueva York, prohibiendo eventos grandes y cerrando escuelas. ¿Cómo vamos a aguantar? Hablo con mis amigos, baristas y bartenders y se notan muy estresados, porque dependen de propinas de los clientes para sobrevivir. La industria de servicios en Nueva York está recibiendo un golpe fuerte por la cuarentena. 

Ciudades como Nueva York no tienen medidas ni sistemas establecidos para eventos de emergencia como los que  estamos pasando ahora. El aislamiento se siente en calles y trenes vacíos que siempre estaban llenos. Parece que “la ciudad que nunca duerme” ha sufrido mucho, y continuará sufriendo, mientras que las personas tengamos que estar en cuarentena por la pandemia.