30 de junio de 1520. Los augurios de Blas Botello, el soldado con cualidades de astrólogo que los acompañaba, vaticinaban buena fortuna para Hernán Cortés y sus hombres aquella noche que decidieron abandonar Tenochtitlán. El asedio que los mexicas habían mantenido alrededor del palacio donde se hospedaban había causado varias bajas entre las filas españolas, comenzaban a quedarse sin agua y alimentos. En su regreso a la capital tenochca, Hernán Cortés había visualizado una nueva ruta por la que huirían cobijados únicamente por la luz de la luna llena que se preveía para esa noche. Sin embargo, la inesperada lluvia que cayó esa noche y la astucia de los vecinos que se percataron del movimiento vinieron a cambiarlo todo, convirtiendo aquel enfrentamiento en una de las mayores derrotas de los españoles durante la Conquista.
Aquel episodio, conocido como la Noche Triste o la Noche Victoriosa, es uno de los más comentados y polémicos en torno a este proceso histórico. 500 años después sigue generando debates y reflexiones que intentan desentrañar las versiones españolas e indígenas, pero ¿qué pasó realmente aquella noche en la que Cortés se sentó a llorar bajo un ahuehuete?
Todo había comenzado semanas antes. Un día de mayo, Pedro de Alvarado, a quien Cortés había dejado a cargo en Tenochtitlán mientras lidiaba con Pánfilo de Narváez en Veracruz, lideró una de las matanzas más sangrientas contra los mexicas. Bajo el pretexto de una posible rebelión, el español masacró a nobles indígenas desarmados que celebraban en la explanada del Templo Mayor la fiesta de Tóxcatl, dedicada a sus dioses de la guerra.
La indignación corrió por toda la ciudad, pronto una turba airada se reunió alrededor del Palacio de Axcayactl (donde hoy se ubica el edificio del Nacional Monte de Piedad), donde se hospedaban los españoles y donde tenían de rehén a Moctezuma. Fue en esos días de caos que el tlatoani murió, apedreado por su propia gente, según las versiones españolas; asesinado por sus captores, según las fuentes indígenas.
La rabia de los mexicas por esa serie de acontecimientos no cesó y después de varios días de asedio al palacio, Cortés y sus aliados indígenas decidieron huir. “Construyeron puentes portátiles con las vigas del palacio de Axayácatl para superar las acequias que separaban las calzadas y calles. El plan era salir de la isla y marchar hacia Tacuba, en tierra firme para reagruparse”, apunta el arqueólogo e investigador Arturo Montero.
El conquistador había ordenado a su gente llevar el quinto real y el oro que resguardaban. La columna avanzó sigilosamente, sabiendo que los indígenas no acostumbraban combatir por las noches, pero en el camino fueron descubiertos por centinelas que les cortaron el paso en las acequias de la ciudad.
Las vigas que les servirían de puente no fueron suficientes para cruzar las acequias debido a la lluvia. Asediados por flechas y lanzas de los guerreros indígenas, atascados en las orillas del lago, al final solo algunos lograron cruzar nadando, incluso con sus caballos.
Según Montero, investigador de la Universidad del Tepeyac y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México, algunos cronistas reportan que los mexicas mataron casi a la mitad de las fuerzas españolas. “Bernal Díaz del Castillo cifra las pérdidas castellanas en 860 hombres… Gran parte de los caballos se quedaron por el camino -solo veintitrés caballos quedaron con vida-, todos los cañones se perdieron y los arcabuces quedaron inservibles por la pólvora mojada”.
Cuando el conquistador logró ponerse a salvo en tierra firme, en Popotla, a la altura de lo que hoy es Circuito Interior y Tacuba, se dio cuenta de la magnitud de su derrota. “El cronista Bernal Díaz afirma que a Cortés se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían sus tropas. Francisco López de Gómara, por su parte, escribió en su Historia general de las Indias que la tristeza lo alcanzó todo”, dice el investigador, quien esta tarde participa en la charla virtual “Camino de Guerra. Muerte de Moctezuma y la Noche Triste: La noche de las carreras”, que organiza el INAH y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
Según narra López de Gómara, Cortés no solo lloraba la derrota de ese momento, sino que temía por el futuro de su ejército diezmado, por no saber a dónde ir y no estar seguro siquiera de su alianza con los señores de Tlaxcala. “Y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que con tanto triunfo, pompa y regocijo entrado habían?”, escribe el cronista.
El desastre que causaron los mexicas esa noche fue sin duda un descalabro para el ejército español, pero no fue suficiente para acabar con ellos. Y es que, en términos de estrategia militar, aquí se confrontaron, una vez más, dos visiones sobre la guerra, apunta Montero: Por un lado estaba la capacidad militar y las técnicas europeas que apuntaban a la aniquilación; por el otro, una táctica en la que se buscaba obtener cautivos para después sacrificarlos. “Durante todo el día del 1 de julio de 1520, los aztecas hostigaron a los españoles con un ánimo reducido, de haberse organizado los hubieran aniquilado en Tacuba”.
Una ilustración del Códice Florentino muestra que los mexicas regresaron a los canales a buscar los objetos que los españoles querían llevarse. “Uno de ellos aparece portando una espada en la mano derecha y un tejo de oro en la izquierda”, señala el investigador.
En lugar de perseguirles hasta Tacuba, los guerreros mexicas volvieron para festejar la victoria y, para honrar el ascenso de su nuevo tlatoani, Cuitláhuac, sacrificaron a los prisioneros españoles y tlaxcaltecas. “El error táctico azteca durante la batalla de nueva cuenta fue su insistencia militar en el apresamiento de adversarios para el posterior sacrificio, si hubieran cambiado esta práctica por una operación de aniquilación total no hubieran escapado los españoles y sus aliados de la cuenca de México”, expone el arqueólogo.
Unos meses después, sobre la ciudad devendría un enemigo más poderoso e invisible del que ni el nuevo tlatoani se libraría: la epidemia de viruela. No obstante, la victoria mexica de aquel 30 de junio persiste en la memoria como uno de los episodios gloriosos de la resistencia indígena.