A veces siento que Nueva York se cansa de mi manía de buscar su magia como perro extraviado. Algunos días parecen grises, planos y sin sobresaltos a la vuelta de la esquina. Hay días en los que llega a ser dura conmigo, como si me reprochara exigirle 24/7 que sea la misma ciudad que me deslumbró la primera vez. Otros días, cansado yo también de buscar, prefiero ya no pedirle nada. Y a veces esos días, cuando ya no lo busco, la ciudad me vuelve a sorprender de las maneras más sutiles y bellas.  

Tomé el subway en Harlem rumbo a Brooklyn al rededor de las 3 de la tarde. Me quedé parado en el vagón porque no había muchos lugares desocupados. Viajaba sin poner mucha atención a nada hasta que un señor mayor de 60, con inconfundible acento inglés e inusual gentileza, me pidió recorrerme unos pasos hacia atrás, pues estaba a punto de empezar con su espectáculo. 

Lo miré con cara de tonto porque no entendí muy bien. ¿De qué show estaba hablando? No es que no haya presenciado varios espectáculos relámpago en el subway. Está esa pareja de michoacanos que siempre me sacan una lagrima cuando cantan Flor de capomo con guitarra y pandero; o esos muchachos que parecen ser los más fuertes del mundo, los que hacen toda clase de piruetas en los tubos y que me contagian de una energía feroz, que tristemente se disipa porque yo soy de los que se cansan nomás de cargar la cuchara de la sopa. En fin, no es que me sorprenda un show en el subway, lo que digo es que no podía imaginarme a qué clase de espectáculo se refería un señor elegantemente vestido en una tarde fría y lluviosa en NY. Me confieso, me hubiera resultado más natural verlo salir del subway y entrar a una lujosa tienda de zapatos en la 5ª Avenida que imaginarlo trabajando en los vagones. Terrible, lo sé. Sigo trabajando en mi tendencia a estereotipar a las personas por su ropa.

Tardé unos segundos en reaccionar, pero finalmente me moví. De su burberry verde olivo sacó tres pedazos de cuerda color negro. Saludó al resto de los pasajeros y nos previno diciendo que lo que estábamos a punto de presenciar era, sin temor a equivocarse, el mejor espectáculo de auténtica magia de nuestras vidas. Sonó exagerado, pero se dirigía a cada uno de nosotros con una voz de terciopelo, tan gentil, que muy pronto estábamos francamente embobados y dispuestos a creerle. 

El acto con la cuerda fue simple pero bien ejecutado. El clásico caso de las tres fracciones que con unos cuantos movimientos ágiles y las palabras de embrujo precisas se unen en una sola. Después la cuerda salió de escena y el mago se acercó a un muchacho de mirada recia y con un movimiento delicado le encontró una pelota roja detrás de la oreja. El muchacho sonrió, pero aún con cierta desconfianza. El mago le pidió que extendiera su mano y le puso la pelota en la palma, le cerró el puño, enunció con seriedad su conjuro y cuando se abrió la mano, la pelota se había duplicado. Ahora había dos pelotas rojas idénticas. Sorprendente. Pero quizá más sorprendente la transformación del semblante áspero del muchacho, quien por unos minutos volvió a ser un niño sin miedo a sonreír con todos los dientes, en una ciudad en la que a veces los dientes solo se enseñan para defenderse.

Los siguientes actos giraron en torno a las mismas pelotas, que se fueron multiplicando sin descanso en las manos de más pasajeros. La siguiente voluntaria fue una muchacha latina que se puso muy nerviosa al principio, hasta que el mago comenzó a hablarle en un español bastante fluido. También participó otra muchacha que dijo ser cantante de jazz cuando el mago le preguntó que por qué cargaba con una bocina. Las pelotas entraron en las manos de una y salieron multiplicadas en las manos de la otra, a metros de distancia.

Las pelotas rojas se hubieran reproducido hasta llenar todo el vagón y luego la estación completa y después toda la ciudad, pero ni los mejores actos de magia pueden detener el tiempo y durar para siempre. El mago recogió las pelotas y dijo que su siguiente acto era el mejor de todos. Sacó una bolsa de papel, metió todas las pelotas y dijo que las convertiría en dólares, para lo cual necesitaba más que nunca de nuestra ayuda.  

Ilustración por Denisse Beltrán

El mago agradeció la cooperación con el mismo tono dulce con el que condujo todo el show y finalmente se marchó. Los pasajeros nos miramos a los ojos y sonreímos como niños cómplices de una travesura, encantados. Bueno, casi todos. Tres o cuatro personas, tan pronto como el tren se volvió a poner en marcha, comenzaron a compartir en voz alta teorías sobre los posibles trucos detrás de cada acto del mago. Uno de ellos, un genio de tipo, dijo que había visto en la televisión un programa en el que demostraron que todos los shows de magos eran simple y llanamente trucos. 

Trucos. Puros trucos. Son solo trucos. No tenían empacho en repetirlo, subiendo más la voz cada vez, con una satisfacción patética por no haber sido engañados por el mago. La cantante de jazz los escuchó un par de minutos y luego, alzando ella también su hermosa voz, les dijo que aquello había sido un espectáculo encantador y que el mago era un gran artista. Los incrédulos creyeron, a regañadientes, que quizá ella tenía razón y ya no dijeron mucho más. O quizá la pobre les causó lástima y les dio pena contradecirla. 

Como haya sido, para entonces el tren se detuvo en mi estación y me bajé del vagón, convencido de que lo que había sucedido era la situación perfecta para definir a NY: una ciudad llena de magia para quien sabe apreciarla, y una ciudad llena de trucos y mañas para quien solo quiere ver el lado pelón y lucrativo de las cosas. 

Antes de que el tren avanzara volví la mirada para ver por última vez a la cantante de jazz, quien se había convertido en mi heroína por esa determinación que algunas personas tienen de alzar la voz para decir las cosas necesarias en los momentos precisos.

Miré entonces al interior del vagón y casi grito del susto cuando descubrí que el mago estaba sentado entre los pasajeros, de hecho a solo dos asientos de la jazzista. Estuvo ahí todo el tiempo. Escuchó todo lo que la gente decía. Se sintió defendido por la cantante. Vio mi cara de bobo cuando yo la vi a ella embobado. Lo vio y lo escuchó todo y no dijo nada. Tampoco perdió la sonrisa de oreja a oreja. Nos hizo creer que se había ido y se quedó entre nosotros. Sin trucos. El auténtico acto de magia, el mejor de nuestras vidas, se había concretado sin que nadie lo notara. 

*Este texto apareció primero en el blog del autor. Si quieres leer más sobre él recuerda visitar “Yo no vendo culebras”