Durante los años que estuve casada siempre, siempre dormí profundamente; sin importar absolutamente nada.  Hace unos años tembló durante la noche y él trató de despertarme: “mi amor, mi amor, está temblando”.  Me contó al otro día que solo le dije: “qué mala onda” y me volví a acomodar. No tuvo más remedio que ir por nuestro hijo para salvar, al menos, dos de tres.  En otra ocasión estuvo a punto de morir ahogado a causa de reflujo gastroesofágico y, lamento decir, que pude amanecer viuda y ahorrarme todo el trámite sin darme cuenta.  Así de profundo dormía, así de tanto disfrutaba dormir.

Estamos a cinco días de esa primera audiencia de divorcio que promete tratar de recomprometernos en el camino del matrimonio. Pero a estas alturas ya estamos estirando en distintas direcciones. Hace más de un año el insomnio se ha convertido en mi compañero permanente. A mí el insomnio me habla, me alcanza, me recorre, me habita: me rompe.

Hace más de un año que las pesadillas comenzaron a aparecer sin previo aviso.  Dormía cuatro horas porque tenía que escribir la tesis y, cuando finalmente entraba en coma, venían una y otra vez las imágenes que me hacían sentirlo cerca, querer salir a buscarlo, correr a mi antigua casa y no salir nunca más de ahí. Entonces despertaba y la realidad era mucho peor que el sueño, porque entonces también pensaba; tejía caminos. Me clavaba palabras horribles que me hacían cada vez más y más daño. Empecé a cavar bien profundo en mi depresión. El sufrimiento que me causaba no tenía límite, solo se hacía más grande conforme pasaba el día, llegaba la noche y pasaban los días y regresaban las noches.

Los primeros meses me atormentaba la ruptura con el hombre al que tanto amé, luego, la culpa por mi abuela, su enfermedad, mi lejanía y su muerte, lo que terminó por dejarme hecha polvo, pero lo suficientemente viva para seguir llorando y odiándome a mí misma. Y ¿por qué, no? lastimándome todo el tiempo con esa ansiedad que llama al insomnio y ese miedo profundo que fabrica pesadillas.

En ocasiones creo que nunca más podré dormir igual, como antes, con la tranquilidad, la entrega, el calor y la absoluta confianza de que él siempre estaba a mi lado, cuidándome hasta de mí misma. Siempre tengo frío en las noches, a veces también tengo frío en el alma, sin querer. Pero me reconozco que he avanzado mucho en esto de salir airosa de las dos pérdidas más tristes de mi vida y no he dejado la terapia. Continúo estudiando, sigo trabajando y he rasgado la tierra hacia arriba con tal de que mi hijo tenga una madre que le hace sentir todo el tiempo que es un regalo. Mi regalo.

Cada vez más, cuando me miro al espejo me siento un poco más yo, un poco más bonita, un poco más ligera, un poco más libre, más completa, más en paz, más contenta. He podido salir a andar nuevamente por ahí, sola (con lo horrible que es esta pinche ciudad para las mujeres); vencí mi miedo al volante en dos semanas, aunque aún no consigo quién me enseñe a cambiar una llanta; dejé de tenerle aversión a los perros y llegó Remedios, cuyo nombre completo es Remedios para dos corazones rotos: hermana de mi hijo, hija de su madre y sobrina de mi ex (al menos así lo describe justamente mi hijo).  Pero todavía no he perdido la capacidad para recordar.

Hoy fuimos a ver El llamado de la selva, basada en la novela de Jack London, que me abrió una de algunas de las puertas sagradas de la imaginación. Y no tenía ni jodida idea de lo que me estaba haciendo al sentarme en la butaca J2.  En cuanto escuché El Yukón no solo recordé al bisabuelo paterno (al que ni conocí) del niño que parí, sino aquel sitio de comida cerca de Toluca que los años terminaron por desaparecer, ese mole verde que no sé si comí o cuya memoria he tergiversado tanto que tal vez era una torta… de pierna de cerdo… sin mole. 

Vinieron entonces las largas charlas en las que solíamos hablar de los argumentos de cualquier libro o película mientras intercalábamos nuestras experiencias personales (que para su edad – la de él -, ya son bastantes).  Y extrañé esa parte de nosotros que no volverá después del próximo jueves.  Es decir, no es que no supiera que esto está roto, extinguido, acabado.  Estoy segura que el amor de pareja terminó hace mucho, pero realmente él era mi mejor amigo y extrañé esa parte de mí, del nosotros, una de muchas que disfrutaba tanto: su conversación.

Sí, otra vez lloré un montón, toda la película… desde el principio.  El cine me dio el refugio perfecto para ocultar los espasmos, los mocos, las mangas de mi sudadera que iban y venían limpiándome las lágrimas. Y bueno, el dolor iba y venía.  La esperanza iba y venía. La tristeza iba y venía también. Melancolía, creo que le llaman. Si el divorcio fuera solo firmar un papel creo que no lo hubiese sentido tan terriblemente como lo he sentido: se llevó consigo el más grande de mi vida. Y en cambio me mostró al ser monstruoso que puedo llegar a ser, la ira, el resentimiento, la decepción, mi capacidad para demolerme sin piedad a mí misma, los puentes rotos, los lazos perdidos.

No lloré por el hombre, eso dejó de sucederme hace mucho ya.  Lloré porque se está yendo lo último de lo último que es todo lo malo que quedó finalmente.  Lloré porque quiero que las cosas mejoren cuando solo seamos socios en paternidad y se desvanezca toda esta mugre que me dejó hecha un desmadre.  Lloré de gratitud porque hice un recuento desde el día que esa novela llegó a mis manos hasta el justo momento en el que vi la película.  Di infinitas gracias porque estoy aquí, bendecida y rodeada del amor más grande después de un año y medio en el que ni siquiera tuve oportunidad de llevar a mi hijo al cine. En el que solo corrí, sin detenerme. En el que la desesperación me alcanzó de todas las formas posibles.  Finalmente lloré y sentí descanso.

Sin embargo sé, que esta noche igual que las otras infinitas noches, está a punto de llegar el insomnio para mostrarme que aún no me he reconstruido completamente, que aún me suturo sin descanso, que a veces me arranco las costras, que tendré frío en un rato más y que sí, tengo el corazón roto otra vez, por otras causas, pero roto.  La fortuna de que haya sido un proceso tan largo, es que las cosas nunca duelen igual ni con la misma intensidad, pero duelen, cómo chingados no.