El año 2019 representó un desafío emocional, psicológico y espiritual que requirió un arsenal de acciones que rebasaron, por mucho, las herramientas personales que tenía a mano. Caminé entre los dos dolores más profundos que me han golpeado hasta ahora: la muerte de mi abuela y el comienzo de mi divorcio.
El 7 de abril del año pasado desperté en mi nueva casa; en una cama que no era la mía, con una intensidad de luz distinta entrando por una ventana que no estaba acostumbrada a ver, con el corazón encogido y el alma penosamente quebrada. Ese domingo amanecí envuelta en sábanas y un edredón que nunca antes me habían cobijado, con un banco a modo de buró y mi mesa de trabajo en la esquina de la habitación.
No sé cuánto tiempo me llevó convencerme que era necesario ponerme de pie porque había que preparar el desayuno para dos. Posiblemente, si solo hubiera estado yo, ni siquiera me habría levantado.
Comencé a acomodar todo; cada cosa, cada regalo, cada recuerdo en su nuevo lugar. Algunos se quedaron conmigo y otros se fueron a la basura. Realmente, en ese momento no era gran cosa la diferencia: yo era un basurero de sueños incumplidos; de esperanzas que, mucho tiempo después, me di cuenta conservaba vivas, tampoco es que tardaran mucho en morir a bocajarro; de palabras no dichas; de reclamos repetidos; de caídas libres y un sufrimiento carcelario.
El lunes anterior había conseguido esa nueva casa; para el martes las maletas poblaban todo el segundo piso del hogar que se quedaba atrás. Había que dar brinquitos para no tirar esto o aquello, para no romperme el hocico más de lo que ya lo traía roto (figurativamente hablando). Había guardado en cajas de cartón cuatro platos, cuatro vasos, cuatro tenedores, cuatro cucharas, cuatro cuchillos. En otras más iban mis libros, los que alcancé a reconocer como míos después de tantos años de ser nuestros. “Solo lo indispensable”, me dije. Dejé, en cambio, todo aquello que formaba parte del espacio al que, hasta ese momento, habitaba. No quise llevarme nada que me torturara con la mirada, con el olor, con el tacto, con la memoria.
El miércoles 3 de abril llegaron tres de mis más grandes amigas, aún sin conocerse entre ellas; cada una con su auto, cada una con su hija, cada una con una experiencia de vida que les permitió comprenderme ese día y muchos otros antes y muchos otros después.
Descolgaron la ropa, cargaron cajas, subieron pedazos de piel, juguetes, cadáveres de lo que se había ido, pero también de lo que aún llevaba conmigo. Llegaron a levantarme, a empujarme, a acompañarme, a sostenerme —quizás hasta arrastrarme—. Tres mujeres sororas que me escucharon durante meses, durante años. Mujeres dispuestas a cruzar junto a mí dos puertas: aquella que dejaba mi compromiso de vida tras de sí y esa otra, la que nos recibió con alcatraces en plenitud.
Para abril ya habían transcurrido 7 meses de un duelo 24 x 7 en los que, se suponía, había superado la prueba de las separaciones física y mental, pero no había hecho consciencia de que me faltaban las más difíciles, incluso más que la legal, que tampoco fue sencilla. Las separaciones emocional y espiritual me hicieron perder el orden de los días, de las cosas; el sentido, la estructura. Salí por voluntad propia, por mi propio pie y el mundo me quedó, justamente, patas pa’rriba.
En abril yo era un cúmulo de lodo con 18 kilos menos de pura depresión. En abril seguía un ritmo intenso e imposible en el doctorado. En abril tenía una foto de los tres juntos en la pared, un libro de astronomía recordándome el norte y una máscara de Parachico juzgándome todos los días. En abril era madre, profesora, estudiante, cuasiesposa, cuasiexesposa, cuasiesposa pródiga. En abril estaba luchando contra la razón, contra el amor, contra lo andado, contra lo desdibujado, contra el mundo y contra mí. Y, entonces, comenzó otra vez el descenso hacia lo que creí era lo más duro. Pero no, eso todavía ni siquiera estaba cerca de llegar.
Pero ellas seguían allí, no se movieron de donde yo estaba; ni las que ya eran parte de mí, ni aquellas con las que me he reconocido en el camino. Todas, todas, todas esas mujeres maduras, más que envejecidas. Mujeres valientes, fuertes, sinceras, inteligentes, amorosas, respetuosas. Mujeres que no me cuestionaron por mis decisiones. Mujeres que no me amenazaron con una vida horrible después del matrimonio.
Mujeres que no solo no pontificaron a favor de la familia tradicional, sino que me hicieron saber que creían en mí y en mi fuerza para seguir adelante —algo que yo no creía, por supuesto—. Mujeres que me abrieron sus brazos, su corazón y sus alas. Mujeres que me acercaron un plato de comida. Mujeres que esperaban a que me quedara dormida a pesar de que pasé meses en el más horrible de los insomnios…aun cuando estaban en otra colonia, en otro pueblo, en otra ciudad, en otro país.
He llegado hasta aquí gracias a su ayuda, a su acompañamiento, a su empatía. Estoy escribiendo esto agradecida porque esas mujeres construyeron los cimientos emocionales, espirituales, de fortaleza, de valentía y libertad con sus propias historias para que yo pudiera descansar la mía sobre las suyas… y las de otras que comienzan a gestarse.
Ellas habían enfrentado antes que yo más grandes pérdidas: sus hijos, el matrimonio de toda la vida, su familia, la dignidad, la fe, la esperanza o el amor propio. Y se reconstruyeron desde donde se habían perdido a sí mismas… y se hicieron más grandes. Renacieron con su propio aire, bajo sus principios y por encima de ellos.
Mis mujeres de abril, de mayo, de junio, de agosto, de septiembre, de octubre, de noviembre, de diciembre, de 2019 y de 2020. Mis ejemplos sin temores y a pesar de ellos, mis mensajes de las mañanas, mis llamadas de las noches, mis risas, mis complicidades, las chingas que me acomodan cuando me equivoco. Tan distintas, tan únicas y tan frágiles y etéreas —me cuentan que solía decir Marthel Cano—. Las que jamás han hablado entre ellas y las que comparten recuerdos comunes. Las redes que me sostienen.
Abril se los dedico a ellas. Gracias a ustedes, a quienes las criaron y a quienes les aprenden, porque ustedes me enseñaron a no tenerle miedo a los comienzos y a dejar de huir de los finales.