Para Marián
En plena contingencia y, con una cantidad enloquecedora de trabajo, he tomado mi disciplina, le he amarrado las manos un rato y me he puesto a leer todo aquello que verdaderamente me hace vibrar el alma. Tenía años que no me daba permiso de amanecer y anochecer en los pensamientos ajenos sin preocuparme por los montones de cosas que tengo que entregar en esa otra vida, la cotidiana, que, a veces, me parece que no es la mía o que yo no le pertenezco a ella.
Todo comenzó con Marguerite Duras, pues, en días anteriores, me puse a revisar las pilas de libros que han ido creciendo, sin orden alguno -para alguien con Trastorno Obsesivo Compulsivo verlas significaría un ataque a sus nervios- y comencé a hojearlos. Casi me infarto cuando me di cuenta que la tinta de los marcatextos que he utilizado para subrayarlos durante tantos años ha desaparecido casi por completo de algunos de ellos. Y me aterró genuinamente no encontrar a mí yo de los años pasados en aquellos pasajes o frases o ideas que había resaltado para no olvidarme a mí misma cuando, pasado el tiempo, volviera a revisar esos libros con la perspectiva de los momentos más recientes.
Estaba en ese trance mientras trataba de hacerme sentir menos mal por haberme perdido y me repetía que no era algo realmente importante. Entonces dejé de pensar en el hecho y comencé a preguntarme de dónde tanta insistencia por mantener mi narciso. Recordé que, desde mis primeros años, surgió esa costumbre de subrayarlos, ponerles asteriscos, flechas, notas al pie, círculos, anotaciones al margen y ahora realmente creo en lo indispensable de hacer tuyo un libro al que te estás acercando, con el que estás conociendo o reconociendo a un autor y con el que te estás (re)descubriendo a ti mismo.
Es por eso que considero que una parte muy valiosa del proceso de lectura es realizar todo ese ritual de subrayar como una manera de resaltar aquello en lo que me reflejo y lo que aprehendo de mí y del mundo a través de la experiencia de alguien más. Subrayar y marcar lo que leemos nos da la oportunidad de regresar sobre lo andado porque el sendero está colmado de huellas.
Por eso sostengo que los libros se palpan, se acarician, se huelen, se marcan para entablar diálogos, discusiones, críticas; se marcan para reír, para llorar, para atascarnos, para exaltarnos, para recordarnos, años después, qué era importante para nosotros, qué lo sigue siendo y qué se ha desdibujado con otros rasgos que vamos mostrando mientras envejecemos. Regresar a un texto, después de haberlo leído tiempo atrás, y después de andar otros caminos, nos hace recuperar aquello que nos decía tanto de nosotros mismos y de la realidad o nos empuja hallar aquello que nos resulta nuevo o que por cuestiones ajenas a la experiencia no nos decía nada anteriormente. Volver a un libro siempre resulta mágico. También, comparar las traducciones y las ediciones, elegir la que nos mueve, la que nos revuelve, la que nos contiene es una tarea casi taxonómica.
El acto de leer es lanzarnos a los brazos de otra persona y hacer que se nos ofrende de manera absoluta en un brutal acto de egoísmo. Pero también exige considerar siempre la otredad, el aquí, el ahora, las condiciones, las preocupaciones, los temas, los traumas y montones de cosas más de aquél que nos permite penetrar en sus palabras, en sus pensamientos, en sus concepciones, en sus misterios. Y al mismo tiempo, leer es un acto íntimo en el que nos desnudamos y nos entregamos a solas: es también un acto de amor; un acto de amor propio.
Leer nos permite regir el tiempo; cortar la historia, retomarla, regresar y regresar y regresar, o irnos, porque también es válido. Leer nos permite maniobrar con el espacio porque el cuerpo puede acomodarse conforme a nuestro placer para que la cabeza pueda viajar a lugares en los que quizá nunca estaremos, a épocas que ya se fueron y que no volverán, a paisajes rotos o embellecidos, a gente con la que no hablaremos, a momentos en los que no estaremos aunque estemos través de la imaginación. El espacio se vuelve un lugar relativo, se convierte en múltiples lugares.
Leer nos permite mirarnos en un juego de espejos que nos muestra, nos expone, nos deforma y nos transforma. Leer nos permite acercarnos al mundo, tocarlo, estar en él, significarnos y resignificarnos, interpretarnos y reinterpretarnos en él. Cada palabra elegida, cada idea vertida, la estructura de un enunciado, el orden de ideas acomodadas en un párrafo va arrancando y dejando tras de sí aquello que éramos treinta segundos antes.
Reviso ahora la antología de Las mil y una noches que mi hermana trajo hace tantos años a casa, específicamente las noches que van de la 536 a la 566 en las que Sahrazad cuenta cómo Sindbad el marino le narró sus siete viajes a Sindbad el faquín, el cargador. Miro mis marcas que siguen el sexto viaje del primer Sindbad y me enfrento a los versos que refieren al momento en que está lanzándose al agua en una balsa por él construida para librarse de la muerte. Al leer esas palabras, casi veinte años después, no dejan de resonar en mi cabeza y de alterarme el corazón. Son palabras de esperanza para quien intenta salvar su vida. Son palabras que ya no podré olvidar.
¡Parte del lugar en que sufres, abandona la casa y lamenta [la muerte de] quien la ha construido!
Encontrarás una tierra que sustituya a ésta, pero no hallarás un alma que remplace a la tuya.
No temas los acontecimientos que traigan las noches, pues todas las desgracias se dirigen a su fin.
Quien esté destinado a morir en un lugar, no morirá en otro.
No envíes a tu mensajero si se trata de un caso difícil: el alma no tiene más mensajero que ella misma.
Y entonces avanzó por el río quedando en las tinieblas.
(De lo demás entérense ustedes).
Si lo han leído entenderán a lo que me refiero. Si no lo han leído, ya se les hizo tarde y son mil y una noches. Échenle cuentas.