El novio de mi roomie estuvo en contacto con una persona que resultó contagiada de COVID-19. Inmediatamente nos pusimos en cuarentena. Ha pasado mes y medio y no desarrollamos síntomas. En ese período de tiempo, he pasado por muchas etapas, desde la hipocondría hasta el deseo de verlo todo en llamas. No he hecho ejercicio, he leído, pero sé que podría hacerlo más. Escucho las mismas canciones todo el tiempo. Siento culpa por subir de peso. Siento culpa por no encontrar atractivo a López-Gatell. Estoy consciente del privilegio que es poder estar en cuarentena, pero no siento culpa, el privilegio caducará pronto, en mayo, cuando sea momento de pagar la renta y no tenga con qué. No debí renunciar a mi trabajo.
He encontrado la calma viendo por la ventana. Como nunca antes, me parece interesante ver a la gente caminar por la calle. Ante la amenaza de un enemigo invisible, salir a pasear al perro se ha vuelto un acto de heroísmo.
Los repartidores de alimentos se han adueñado de las calles. Pedalean con la confianza de saber que la bestia automovilista se encuentra encerrada. Me recuerdan un poco a E.T., un poco a los Goonies y un poco a Turbo Kid. Extraño andar en bicicleta.
La gente, en cambio, camina rápido, con desconfianza. Ya casi no se ven sus rostros. El cubrebocas provoca, según yo, un gesto de preocupación. Hace mucho tiempo que no veo un abrazo.
Aún falta. Me dicen que serán seis semanas más. ¿A qué mundo regresaremos cuando pase ese tiempo? Solo espero que la tragedia sea contenida lo mejor posible. Que lo peor haya pasado y no esté por venir. Mientras tanto yo seguiré aquí adentro preocupado y con culpa. Seguiré asomado por la ventana. No he sentido ansiedad desde que dejé de trabajar. Qué bueno que renuncié.