El 11 de mayo se cumplió un año de que Ramona, mi perra xoloitzcuintle miniatura, desapareció en Jilotepec, Estado de México. Todos los días la extraño. El dolor y la tristeza por su pérdida a veces se sienten más fuerte en determinados días. Me devasta no tenerla entre mis brazos mientras veo la televisión, en mi pies cuando leo, como copiloto, exigiendo de mi comida, haciéndome fiestas cuando llego de estar fuera de casa, durmiendo y paseando juntas.
La desesperación por no saber en dónde está, si la tratan y alimentan bien, si la están reproduciendo para explotarla, si duerme calentita como tanto le gusta, si la acarician, si la quieren, si sigue viva, me hace llorar y ponerme ansiosa.
Tengo a dos de sus hijos, Joaquina y Ramón, los quiero muchísimo e intento cuidarlos lo mejor que puedo. Pero el vacío por no tenerla nunca podrá ser llenado. Nuestra conexión era única y especial. Cada perro, como cada persona, es distinta y deja una huella que no se puede comparar de ninguna forma posible.
Joaquina, su hija, se parece a Ramona físicamente y tiene ciertos rasgos de su personalidad, pero al mismo tiempo también es muy diferente. No es tan social como su mamá con los humanos, es brava, odia a los niños, ladra mucho más, es exageradamente dominante, no tiene los dientes chuecos y su barba y bigote lo sacó de su papá Chente, su piel es más oscura, es más pequeña y delgada, no tiene joroba. Intenta besarte todo el tiempo, exige que la acaricies y le encanta subirse en ti.
Ramón es radicalmente distinto que su mamá y hermana. Tiene pelo largo (sí existen xolos con pelo). Es blanco con negro, parece una vaquita. Es exageradamente social con humanos y perros, inquieto, juguetón, parece que siempre está sonriendo y sacando la lengua. Le encanta el agua. Ama su hermana, se la pasa lamiéndola. Le gusta retarte, te mira fijamente y ladra. Es un perro milagroso que sobrevive de caídas de cinco pisos.
Por la pandemia, Ramón y Joaquina viven conmigo en el mismo lugar que se perdió su mamá. Cuando los dejo jugar sin correa me pongo nerviosa. Estoy constantemente vigilandolos y corriendo detrás de ellos para que no vayan más lejos. Desconfío de todos los extraños. Ese estrés por perderlos no creo poderlo erradicar, va acompañarme todo el tiempo.
Ramona fue mi compañera y soporte emocional durante más de cinco años. Me ayudó a enfrentar la ansiedad generalizada que sufrí durante una década. La llevo tatuada en mi brazo derecho. Estuvo en los momentos más felices y dolorosos que he tenido.
Sigo buscando a Ramona. La buscaré hasta que aparezca. Su esencia me acompaña y me ayuda a ser fuerte para continuar. Imagino que llega corriendo, que nos abrazamos otra vez, que volvemos a estar juntas, como antes. Que reconoce a sus hijos y me ayuda a educarlos.
Este fue el texto que se publicó el 14 de mayo del 2019 cuando se perdió Ramona en el periódico La Crónica de Hoy
Es complejo explicar la relación que se establece entre una persona y un animal de compañía. Es fácil entenderla cuando la tienes o la has sentido. Difícil comprenderla cuando no has tenido esa conexión. Los perros son buenos compañeros de vida. Rescatan y salvan vidas emocionales. Establecen con sus dueños (que yo creo que más bien somos sus esclavos) vínculos tan fuertes que se convierten en miembros de la familia.
Algunas personas creen que los humanizamos. Queremos imaginar que nos quieren, piensan y aprenden de nosotros. Yo no busco que los perros sean humanos. Me encanta saber que no lo son. Me encanta reconocer su instinto animal y su forma muy particular de comunicarse. Me divierte y sorprende todo lo que he aprendido de ellos. Que coman su mierda, su vómito, que se huelan el trasero, que no hablen, que quizás no piensen (desde una concepción humana) y sólo actúen, que no les importen sus juguetes, sus suéteres, sus collares es algo que agradezco.
Yo nunca había tenido una mascota. Desde hace cinco años Ramona, una perra xoloitzcuintle miniatura, sin pelo, con una mohicana gris, con dientes chuecos y adicta a la comida, me adoptó y se convirtió en mi compañera y soporte emocional. Me ayudó a enfrentar la ansiedad generalizada que sufrí durante más de una década. Me acompañó también a trabajar las nuevas fobias generalizadas que desarrollé después. Fue parte de mi terapia. Establecimos una comunicación no verbal. Sé cuando quiere ir al baño, cuando tiene hambre, cuando sólo quiere que la acaricie o juegue con ella.
Me gusta creer que ella sabe cuando estoy triste y preocupada. Porque se mete entre mis brazos y me abraza con sus pequeñas patitas peludas de hobbit. Cuando estoy más relajada, como leyendo o viendo televisión se mantiene sólo en mis piernas. Le encanta viajar en auto y tomar el sol. Odia dormir en el piso y siempre busca el lugar más cómodo posible.
El sábado 11 de mayo del 2019 desapareció. Estaba jugando en un predio familiar en Jilotepec, Estado de México, que en unas partes no tiene barda; me descuidé por unos minutos y cuando la busqué ya no estaba. Toda la familia salió a buscarla; caminamos y gritamos en los alrededores. Recorrimos la carretera cercana, buscamos en las casas aledañas. Nada.
En el momento en que entendí que no iba a encontrarla rápidamente mi desesperación aumentó. Hace años que no lloraba tanto ni tenía un sentimiento tan devastador. Imaginé todas las circunstancias posibles para haber evitado su desaparición. Qué tuve que, y qué no, haber hecho. Sentí culpa. Pensé en todas las cosas malas que pudieron haberle pasado: atropellada o atrapada en las alcantarillas cercanas. Todas esas opciones fueron descartadas.
Estoy segura que alguien la encontró y se la llevó consigo, porque pasa la carretera Jilotepec-Atlacomulco, que lleva al Bioparque Estrella del Estado de México a unos metros y un camino que lleva a un hotel muy cercano. Ahora estoy concentrada en su búsqueda. No puedo caer en la desesperación sin hacer nada. Cada vez que recibo un mensaje o una llamada contestó inmediatamente. Estoy implementando todos los consejos de búsqueda. Haré todo lo posible para encontrarla.