Caminar no es solo un acto de motricidad que nos permite avanzar para recorrer cierta distancia y, así, trasladarnos de un punto a otro. Hay géneros de caminar. No es igual caminar e ir descubriendo una ciudad nueva que el camino de regreso a casa tras una borrachera asquerosa y sentir la mirada de los vecinos que se están yendo a trabajar –la famosa walk of shame–. No es el mismo acto caminar hacia el altar que caminar al súper para comprar papel de baño. Uno distingue al turista por su andar inseguro. En mi memoria, y estoy seguro que en la de todos, hay guardadas muchísimas caminatas, algunas felices, algunas entre lágrimas.
Recuerdo muy bien la primera vez que regresé caminando de la escuela a mi casa. Iba en sexto de primaria, era viernes y, por motivo de la junta mensual de maestros, salí temprano, a las 11 de la mañana. El día anterior, inmediatamente después de recibir el permiso de mis padres, fui a mi cuarto a grabar el cassette que escucharía en el camino: una mezcla con mis favoritas del ReLoad y el disco negro de Metallica y, ahí metida, la canción “Walk” de Pantera (repito, iba en sexto de primaria).
Cuando me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, no iba siguiendo pasos ajenos, tomé una decisión que me marcaría por siempre: en lugar de ir directo a mi casa fui a Pericoapa a ver discos y juguetes. En ese momento descubrí que el mundo existe y que puede ser explorado. Si es cierto eso que dice Werner Herzog que la sabiduría llega a través de la planta de los pies, ese día empecé a aprender.
Años después descubrí la fotografía. Caminar con una cámara en la mano se volvió mucho más entretenido que hacerlo con las manos en las bolsas. Los trayectos dejaron de ser eso, trayectos, y se convirtieron en un fin. Caminar se volvió sinónimo de buscar y, en días muy afortunados, de encontrar.
Sin embargo, hoy la situación me (nos) ha orillado al encierro, mi acción de caminar se ha reducido a ir al súper a comprar papel de baño –y demás víveres básicos– una vez a la semana. Me cruzo con poca gente cuando salgo. Con algunas personas, al intercambiar miradas, se llega al acuerdo tácito de la desconfianza mutua: no te me acerques y no me acerco a ti. Debemos caminar a dos metros de distancia, si se puede más, mejor.
Más bien, me he aficionado a ver caminar. Paso los días tratando de adivinar a dónde va la gente que pasa frente al edificio en donde vivo. Es obvio quien va o viene de trabajar. También lo son aquellos quienes caminan como parte del trabajo (repartidores, vendedores, el trompetista que viene una vez a la semana a tocar “Así fue” de Juan Gabriel). Los indigentes caminan, pero no parecen ir a ningún lado. Ya no hay niños, ya no hay niñas. La infancia, dicen, es el futuro; a través de la ventana no se ve ninguno de los dos.
Extraño caminar, pero no extraño estar afuera. Como en el juego, el suelo es lava. Pero no solo es el suelo, es todo. La lava puede estar en cualquier lugar, en cualquier objeto, en el siguiente paso que demos. En la perilla de la puerta o en el único aguacate que se ve bueno. Estaba acostumbrado a la paranoia citadina, a mirar constantemente en todas direcciones, a desconfiar de los automovilistas, a tratar de no pisar caca que algún dueño no se molestó en levantar, pero jamás pensé temer a lo invisible. Solo espero no acostumbrarme demasiado al encierro, algún día tendré que volver a salir, a confiar, a hacer lo que más me gusta en el universo: caminar escuchando música y tomando fotos.
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