Roberto tenía siete años recién cumplidos el día en que el novio de su madre lo persiguió por toda la casa con un cuchillo en la mano y un rostro eufórico, gritando “¡Te voy a matar cabrón! Esta vez no te me escapas” ¿Su error? Derramar el último trago de ron barato que su padrastro bebía por las noches. A pesar de parecer caótico, este tipo de escenas se habían convertido en algo normal y constante en la vida del entonces niño, que con el tiempo había aprendido cuál era el momento correcto para correr y cuántos días tenía que esperar para regresar al humilde cuarto en el que vivía con su madre y sus tres hermanas menores.

“Yo sabía que si la cagaba tenía que irme o el cabrón sí me andaba matando y como estaba bien morro y tenía muchos amigos no me importaba. A veces lo hacía a propósito, para que el wey dejara de tomar y no le fuera a pegar a mi mamá, entonces le tiraba los vasos y empezaba la carrera por todita la casa. El cabrón estaba gordo gordo, así que lo hacía correr un rato antes de salirme de la casa e ir a dormir con algún amigo de la calle”. Roberto ríe y sus largos dientes salen a relucir, mientras se rasca la cabeza y retoma con un suspiro. “Era un hijo de perra”.

Robert, como lo conocen sus amigos, tiene 21 años, tez morena, una sonrisa anormalmente grande, un tatuaje en el cuello que dice ‘Mirna’, y años de experiencia siendo chofer de microbús. “Me salí de mi casa a los 10, no recuerdo exactamente por qué decidí hacerlo, eran tantas cosas que un día simplemente no quise volver”. Comenzó trabajando de franelero, después de dos años, por recomendación de un amigo logró convertirse en checador y más tarde en chalán. “Yo aquí empecé desde abajo, limpiando los espejos y los parabrisas, pero siempre he sido muy movido y mira nada más, ya hasta chofer soy”, confiesa airoso, mientras se acomoda la camisa blanca e impecablemente bien planchada que debe usar todos los días como uniforme.

Según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) emitidos durante el año pasado, el 42% de los jóvenes mexicanos (12 a 29 años) se encuentran en condiciones de pobreza y más del 60% presentan trabajos informales y precarizados. Dichos datos resultan alarmantes al comprobar que es casi la mitad de la población juvenil la que no cuenta con los suficientes recursos u oportunidades para salir adelante y que, según el mismo estudio, no tienen acceso a servicios de vital importancia como seguridad social, alimentación, vivienda o servicios de salud. La realidad se va volviendo aplastante y cada día más difícil de ignorar.

Son las cuatro de la tarde y Roberto reposa los codos por sobre las rodillas, mira al Potro, su chalán, y haciendo una mueca que podría traducirse como incomodidad, sentencia “Yo lo sé wey, y somos compas, pero si te vuelves a subir aquí apestando a resistol te bajo a madrazos”. El potro está demasiado drogado para entender las palabras pero asiente con la cabeza sin saber qué pasa, y baja del camión. Robert voltea, recupera el aire alegre que tenía hace tan sólo unos minutos y pregunta “¿Ahora qué más quieres saber? Pues básicamente ésa es mi historia de morro, medio triste, pero aquí estoy y estoy bastante feliz, ¡Uy no, no te sabes todavía ni la mitad! Ven, siéntate, te termino de contar. Me quedan como diez minutos de descanso y después a darle, que como diría mi morenita adorada, hay muchas bocas que alimentar”. Y, en efecto, el niño que tiraba el alcohol de su padrastro y jugaba fútbol con todos los amigos de su calle hace 14 años, ahora es padre de tres niñas: Mónica de cuatro, Sofía de dos y Montse de tan solo seis meses, quien según palabras del orgulloso padre, es igualita a Mirna, la joven que con tan sólo 18 años es madre de sus tres hijas.

De acuerdo con los informes del Colegio Mexicano de Ginecología, durante el 2019 México ocupó el primer lugar dentro de todos los países de La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en cuanto a embarazos adolescentes, registrándose más de 340 mil nacimientos anuales de madres que no rebasan los 19 años.

Mirna siempre sonríe en las fotos, es delgada, de cabello chino, ojos caídos y labios pequeños; tiene manos afiladas y, de haber podido elegir, le hubiera gustado estudiar gastronomía. Pero igual que para el 46.1 % de jóvenes de entre 15 y 24 años, que no asisten a la escuela (según el informe Asistencia escolar emitido por la UNICEF), para Mirna fue imposible. “Me entusiasmaba la idea de seguir estudiando, iba a retomar la prepa después de tener a Moni, pero no siempre nos salen los planes como queremos y bueno, al final de cuenta ya sabes lo que se dice, Dios sabe porque pasan así las cosas”. Ahora, los dos se arreglan los días como pueden para cubrir los gastos, viven en un cuarto pequeño con techo de lámina, una cama, una televisión, una pequeña parrilla que compraron de segunda mano y un refrigerador que les regalaron sus amigos de la ruta 10.

El Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) declaró que existe una correlación en torno a la pobreza y los embarazos adolescentes debido, en su gran mayoría, al poco acceso que tienen los estratos socioeconómicos más bajos para acceder a servicios de salud dignos. Dicho todo lo anterior las relaciones resultan obvias y los datos, por más aterradores, se convierten en un enorme ciclo causa-consecuencia dentro del cual se ven involucrados no sólo la pobreza, sino también la corrupción, la marginación y la discriminación que viven los habitantes en la periferia de la ciudad.

Robert debe volver al trabajo, agarra con rapidez su Coca Cola y se la lleva a la boca sin haber terminado de masticar el último pedazo de torta que llevaba para comer. Al acabar su refresco se limpia y pide disculpas por los modales. Se nota cansado pero apenas lleva la mitad de su jornada laboral, golpea sus manos repetidamente hasta que todas las boronas de pan caen al suelo y de un brinco que denota energía regresa a su monótona posición frente al volante, mira hacia la calle y después de unos segundos de meditación suelta una carcajada y grita “¡mira nomás, y yo que creí que nunca sería lo suficientemente reconocido para que me hicieran una entrevista, ¿cómo le vas a poner? Si puedo sugerir algo yo le pondría Entrevista al más galán de la Ruta 10, pero en mayúsculas eh”. Todo para Robert parece ser un chiste, pero la realidad es más dura, más cruel.

“Mis niñas sí van a estudiar, así le tenga que chingar 24 horas seguidas, ellas van a estudiar, y quién sabe, igual y algún día trabajen junto con usted de periodistas, o de lo que ellas quieran, pero le prometo que lo van a hacer. Yo tuve mala suerte, un padrastro cabrón y una madre que nunca movió un dedo por mí, pero ellas no, ellas tienen un papá trabajador y una mamá que las va a cuidar para que no anden de novieras y vayan a salir con un chamaco tan chiquitas. No, no, mis niñas sí van a triunfar”. El camión avanza, y se llena poco a poco, las luces neón reclaman el ambiente, la sonrisa blanca y larga de Robert se vuelve todavía más blanca, está feliz, feliz de imaginar la vida que él no pudo tener.

Pero la realidad golpea, duele. En México las personas pobres heredan su realidad, tal como dio a conocer en 2015 la UNAM “el 48% de quienes forman parte del quintil de más bajos recursos se mantiene en él a lo largo de su vida; es decir 48 de cada 100 pobres se mantienen en el mismo estatus intergeneracionalmente”, no tienen oportunidad de crecer, de salir del círculo de limitaciones y obstáculos en el que nacieron, como si su vida no les perteneciera. Trabajan más que cualquiera y ganan menos que todos ellos, porque desde que nacieron se definió su destino, su cuna y la cuna de sus hijos. Tienen todo en contra y aun así esperan y luchan por encontrar su momento de gloria, por reclamarse dueños de su vida, de su ciudad, de la ciudad de los demás.

Robert sonríe, nunca despega la vista del camino, llega a un alto, se reclina sobre su asiento y ríe. “No me asustan las estadísticas, nunca me han favorecido, ni cuando me salí de casa a los 10 años, ni ahora. No tengo a las estadísticas de mi lado, tengo a Dios, ¿tú quién crees que gane?”.