La bruja, la boba
con escoba y todo
con todo y escoba.
Está prisionera,
chillando y pateando
de mala manera.
Tiene un solo diente,
orejas de burro
y un rulo en la frente.
Que salte, que ruede,
que busque la puerta,
que salga si puede.
María Elena Walsh
En México más de 4,200 mujeres han sido denunciadas por abortar en la última década, según un estudio del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), esto representa más de una denuncia por día. A pesar de que en la Ciudad de México el aborto es legal hace más de 12 años, las consecuencias para las que deciden practicarlo siguen presentes. Tan sólo en el 2019, en la entidad capitalina se abrieron 133 carpetas de investigación por interrupción del embarazo, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).
La criminalización del aborto es una realidad con la que las mujeres han tenido que lidiar por muchísimos años. Su auge comenzó en la transición del feudo a la industrialización, donde fueron subordinadas al trabajo doméstico que cimentó el modelo capitalista, mediante la producción de fuerza laboral. Es decir, fueron relegadas al trabajo en el hogar, convirtiéndose en las responsables de procrear a hombres fuertes, sanos y productivos que ensancharan las largas filas de obreros de una sociedad en reconstrucción. En pocas palabras, la responsabilidad de la esposa y la madre comenzaba a centrarse en el esfuerzo por lograr el bienestar psicológico, físico y social del hombre.
Esta idea se desarrollaría desde 1884 en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, donde se sentencia claramente que la abolición del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El poder que tenían las mujeres sobre su cuerpo, su sexualidad y su derecho a procrear les fue arrebatado y, junto con ello, también el poco valor que la sociedad heteropatriarcal le había conferido, ocasionando una ola de violencia injustificada que, como Silvia Federici señaló en una entrevista para La Jornada, surgiría de un grupo de élites eclesiásticas, políticas y económicas, consolidadas y respaldadas por un modelo social que se veía amenazado.
Porque en efecto, las féminas sabían. Vicente Romano lo explica a la perfección en Sociogénesis de las brujas, donde cuenta la historia de las “curanderas”, explicando su papel dentro de la sociedad, el cual se desarrollaba en los bosques, a partir del conocimiento de hierbas para curar los males de las familias que no tenían la posibilidad de acceder a los pocos doctores de la época, encargados de curar a los gobernantes y al clero.
Esta labor les permitió desarrollar una serie de conocimientos empíricos que se heredaban de generación en generación, siendo las mujeres más viejas también las más sabias. Ellas resultaban ser el único acercamiento que las personas de la época podían tener a la medicina, pues curaban enfermedades y ayudaban a la preservación de los pueblos, cuestión que jamás se les reconoció. Al contrario, fueron culpadas y perseguidas bajo argumentos y calumnias impensables que culminaron con la muerte de millones de “brujas” ahorcadas y quemadas en hogueras y cárceles.
El escenario de agresión y marginación resulta familiar y vigente a pesar del lapso de tiempo que lo divide de nuestros días si recordamos la declaración que hizo el Papa “Francisco I”, Jorge Bergoglio, donde dejó muy clara la concepción que la institución eclesiástica tiene en torno a la mujer: “[…] el orden natural y los hechos nos enseñan que el hombre es el ser político por excelencia; las escrituras nos demuestran que la hembra es siempre el apoyo del hombre, quien es pensador y hacedor, pero ellas no pueden ser más que eso”.
Esta postura, emitida nada menos que por el soberano de la Ciudad del Vaticano, resulta inaceptable y ofensiva; además de obligarnos a recordar la constante intervención de la religión católica en el concierto de la ONU, en donde tiene la oportunidad de participar bajo la figura de Santa Sede, que le confiere a los jerarcas católicos el estatuto de Estado Observador permanente, permitiéndoles asistir y opinar en las sesiones de trabajo de las Naciones Unidas. Dicha situación ha creado más de un conflicto entre los intereses particulares de los feligreses que imponen las ideologías de la institución eclesiástica a los problemas sociales que aquejan a la humanidad.
Un ejemplo de esto ocurrió en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (CIPD) que se programó en El Cairo, donde se trataron problemáticas de crecimiento económico sustentable, desde una perspectiva que intentó reflejar la apertura de la ONU para escuchar diferentes puntos de vista y puso énfasis en el poder de las mujeres para controlar sus vidas, especialmente en el aspecto reproductivo. El enfoque resultó ofensivo e impensable para los representantes del Vaticano, quienes lo catalogaron como un “proyecto genocida” y exigieron suprimir el término de “maternidad sin riesgos” por hacer referencia directa al aborto.
Pues bien, para sorpresa de los jerarcas religiosos, el término de “maternidad sin riesgo” hacía referencia a la violencia obstétrica que sufren las embarazadas durante los meses de gestación y parto. Y que es una meta internacional del sector de salud desde 1994 para asegurar y resguardar la vida de miles de mujeres en condiciones de pobreza y marginación; realidad que resulta terrible si contextualizamos la situación actual en donde, según datos de la ENDIREH, de 8.7 millones de embarazadas que tuvieron un parto entre 2011 y 2016 en México, el 3.4% sufrieron maltratos físicos y psicológicos por parte de quienes las atendieron. A pesar de que esta situación ha provocado una ola de muertes innecesarias, la religión católica se ha aferrado a prohibir la terminología y a fomentar la ignorancia en torno al problema.
Además, el interés de la institución religiosa no se limita solamente a las problemáticas que son atendidas por la ONU; la Santa Sede también es observador permanente dentro de la Organización de Estados Americanos (OEA), una institución que ha sido fuertemente criticada por el gobierno de Trump y por Gualberto García Jones, integrante permanente del clero y director de Personhood Alliance, organización americana que se dedica al proselitismo antiaborto y antiderechos para la comunidad LGBTTTIQ.
Contextualizar estos eventos históricos podría parecer irrelevante, pero resultan indispensables para entender el impacto de la estigmatización, representada de manera muy seria en los códigos penales de estados como Tamaulipas, Yucatán, Nayarit, Puebla y Zacatecas, dónde las mujeres que deciden abortar (sin haber presentado demandas o pruebas de violación) son castigadas con hasta cinco años de cárcel, a no ser que el juez determine que la acusada no tiene “mala fama”, en cuyo caso la sanción podría disminuir de cuatro meses a dos años de prisión.
Términos como “mala fama” evidencian gigantescos huecos dentro de las normativas legales, pues representan la carencia de una definición objetiva viable en términos jurídicos; ante esta situación, Regina Tamés, exdirectora del GIRE, explicó “[…] el Estado en vez de preocuparse por proteger y salvaguardar el derecho a la intimidad y la salud recurre a la legislación penal para castigar el aborto, y luego emplea estas figuras que no son precisas y que no tendrían que estar incluidas”.
La implementación de terminologías misóginas que tienen como fin la descalificación de las acciones individuales, hace posible y casi obligada la comparación con los manuales del siglo XV, en donde las féminas de “mala fama” eran sentenciadas a muerte por representar un peligro y una tentación para los hombres, además de un lazo directo entre el demonio y el pueblo. ¿Estamos cayendo en argumentos de hace más de cinco siglos para calificar a aquellas que sólo desean elegir sobre su cuerpo?
Por si fuera poco, en estados como Tamaulipas las sanciones implementadas deben ir acompañadas de un tratamiento médico integral, que tiene como finalidad “[…] apoyar a las mujeres a superar los efectos causados como consecuencia del aborto provocado, así como reafirmar los valores humanos por la maternidad ayudando al fortalecimiento de la familia”.
Las reformas que exigen terapia como parte del tratamiento posaborto se implementaron después de la completa despenalización en la capital, pues esto trajo como consecuencia que muchas entidades federativas iniciaran legislaciones para proteger la vida desde la concepción, fomentadas y aplaudidas por los aparatos religiosos propios de cada entidad, lo que llevó a un auge en la criminalización.
Este fue el caso de Veracruz, estado que durante el 2016 promulgó una reforma antiaborto, propuesta por el entonces gobernador Javier Duarte (quien era acompañado por el arzobispo de Xalapa, Hipólito Reyes Larios) y desaprobada en su totalidad por diferentes ONGs nacionales e internacionales, quienes la concibieron como un atentado contra la vida, la salud y la integridad de las mujeres del estado. La reforma fue implementada pese a que, desde el 2008, el estado ocupaba el cuarto lugar a nivel nacional en mortalidad por legrados mal practicados, de acuerdo con el informe sobre salud sexual y reproductiva de las mujeres de la organización internacional Ipas.
Actualmente, la penalización del aborto sigue vigente en Veracruz (después de que la Suprema Corte rechazara el proyecto para despenalizarlo el pasado 29 de julio), con algunas excepciones causales que autorizan la interrupción del embarazo en casos de violación; sin embargo, este rubro también resulta bastante cuestionable al comparar cifras, puesto que desde el 2012 al 2017 sólo se tiene el registro de cuatro interrupciones legales por violación, aunque los reportes del Sistema Nacional de Seguridad Pública hayan reportado 351 denuncias de agresión sexual tan sólo durante el 2018.
La conclusión resulta clara e incuestionable, si el estado se ha visto incapaz de hacer frente a los problemas de violencia de género y seguridad, y tampoco tiene los medios para garantizar el acceso a una educación sexual y a servicios de salud de calidad, no tiene argumentos para obligar a las mujeres a enfrentar un embarazo, sea cual sea la circunstancia. La lucha por lograr un estado laico, en el que las normas morales de la iglesia no entren en el juego político, resulta indispensable para no seguir dando pasos en falso a la hora de legislar por el bienestar social.
Pareciera que lo que tenemos enfrente no es más que una nueva forma de inquisición, menos radical, pero no por ello más aceptable. “El movimiento feminista en Latinoamérica tiene ante sí una problemática muy difícil de erradicar los discursos moralistas de los que se ha valido la Iglesia durante siglos para legitimar su poder patriarcal prevalecen aún en nuestros días”, concluyó Regina Tamés para una entrevista en El País.
No basta con el reconocimiento de la problemática, se necesita comenzar a reconstruir el pensamiento religioso, colonizador y patriarcal; se necesita cuestionar las prácticas e ideologías impuestas a la sociedad latinoamericana, que resulta ser la más creyente en el mundo (en promedio, más 70% de la población perteneciente a alguna religión), e iniciar la construcción de una en donde las lagunas jurídicas no permitan que ciertas instituciones inyecten el sacro sentimiento de amor por la vida y conviertan las preferencias eclesiásticas con tintes moralistas en normas legales.
Las mujeres seguirán abortando, sea legal o no. La discusión aquí es ¿cuántas de ellas arriesgarán su vida recurriendo a la clandestinidad?