El Monte Rainier, un volcán activo, fue mi acompañante visual durante el trayecto de Portland a Seattle. Su pico es el más alto de Estados Unidos y en otoño-invierno lucía completamente cubierto de nieve. Los paisajes de Washington tienen una belleza que cautiva. La espesura de sus bosques y sus pastos verdes son un contrapeso a la carretera transitada por el vaivén de tráileres de Amazon.

En ese camino vinieron a mí los recuerdos y deseos que ahora me llevaban hacia Seattle. Ese sueño de adolescente que necesitaba cumplir para mi niña interior. Las imágenes de la Wendy de siete u ocho años escuchando por primera vez el In Utero, el tercer disco de estudio de Nirvana, que mi hermano de veinte años llevó a casa, me hicieron ponerme nostálgica. Ese disco lo hice mío. El golpeteo de las baquetas al arrancar la primera canción Serve The Servants, seguido de la fusión entre el bajo y la guitarra, me hacía estremecerme en la niñez y después durante toda mi adolescencia. No sabía inglés. No importaba. Sentía la música y ponía atención a los tonos vocales que me transmitían rabia y un deseo de romperlo todo. De aventarme contra los sillones de mi casa, contra mi cama. Era punk pero no idiota como para arrojarme contra algo que me causara daño. Gritaba y balbuceaba sólo dejándome llevar por el ritmo de la voz y los instrumentos.

Cuando empecé a escuchar Grunge, así llamado al subgénero de rock alternativo surgido a finales de los ochenta y principios de los noventa, ese movimiento estaba en extinción con la muerte de Kurt Cobain. Vivía en un pueblo en México y era una niña que sentía que no pertenecía. Nirvana era esa voz musical que reflejaba con sus sonidos las emociones y sentimientos que hasta ese momento no había encontrado en otra parte.

En la pubertad ahorré todo el dinero que mis papás me daban para comprarme la discografía completa, pósters, cancionarios con las letras en inglés y español y hasta fotos impresas que besaba antes de dormir. Con la llegada de internet y de un sistema local de cable comencé a buscar más información de otros grupos como Nirvana, ya mi hermano mayor me había presentado a Pink Floyd, AC/DC, Metallica, Guns and Roses, Iron Maiden, Pantera, pero yo necesitaba encontrar mi propio sonido.

Me desvelaba bajando canciones de Napster, hablando en salas de Latinchat, bajo el nickname de Nirvana94 y viendo 120 minutos en MTV, donde escuché a otras bandas no sólo de Grunge, también de punk, industrial, progresivo y metal. Pero de alguna forma mis gustos se construyeron alrededor de Alice in Chains, Mudhoney, Pearl Jam, Soundgarden, Sonic Youth o L7.

La bahía rodeada de rascacielos y la Space Needle me sacaron de mis recuerdos y me trajeron al presente. Por fin, después de más de 20 años estaba ahí en la capital del Grunge. Una ciudad que no luce para nada alternativa ni mugrienta. Por el contrario, ahora es la metrópoli de la innovación, la tecnología, el marketing virtual y el café que más bien es azúcar y grasa. Aún así sonreí y respiré profundo para iniciar la tarea de buscar las pequeñas huellas de mis bandas favoritas.

El clima de Seattle es hostil. La mayoría del tiempo llueve y los vientos son fuertes. El primer día después de comer en el famoso Pike Place Market recorrí las calles a pie para apreciar mejor la ciudad. En el vecindario Pioneer Square, lleno de edificios históricos y con una arquitectura de estilo neorrománico, capaces de sacar una expresión de asombro en cada cuadra, encontré una pequeña galería que en su vitrina principal ofertaba fotografías tomadas por Karen Mason-Blair, en las cuales aparecían Alice in Chains, Chris Cornell, Pearl Jam y hasta Beck. Cada una costaba más de 600 dólares.  En mi niñez había pagado hasta cien pesos por una fotografía impresa de Nirvana, que para esa época eran casi lo equivalente para mí como 600 dólares. Pero afortunadamente ahora soy adulta y no caí en tremenda estafa.

Vestigios de Seattle

La luz en otoño-invierno termina antes de las cuatro y media de la tarde. Caminé un poco más y después de beber un fuerte hot toddy en un pub irlandés, decidí experimentar el Underground Tour, que no tiene nada que ver con el Grunge, pero que me hizo pensar que era una perfecta analogía entre las cenizas de un movimiento y los pasajes subterráneos de una ciudad que ahora sólo son para turistas.

En 1889 un incendio consumió una parte importante del centro histórico de Seattle construido principalmente de madera. Durante la reconstrucción se usó ya piedra y ladrillo. Aparte de que levantaron las calles del suelo pantanoso. Agregaron muros de contención y rellenaron para crear nuevos caminos. Los comercios, casas que estaban en la planta baja comenzaron a formar una ciudad subterránea.

Ahora esos vestigios de locales bajo la tierra pueden ser visitados sólo a través de un tour, donde más bien sólo ves pedazos de madera, tinas viejas, retretes oxidados, pero que la guía -al menos la que me dio el tour- lo hizo todo más divertido con chistes feministas.

El resguardo de la memoria en el Museo del Pop

Como la ciudad subterránea de Seattle, el Grunge sólo queda en los vestigios que se conservan en el Museo del Pop. Cerca de la entrada principal hay una escultura malhecha de Chris Cornell que asemejan a ese retrete oxidado que la guía del Underground tour quería que le tomaramos foto.

Una de las exposiciones principales se llama “Nirvana, Taking Punk To The Masses”, se inauguró en el 2011, al mismo tiempo que se publicó el libro Taking Punk To The Masses: From Nowhere To Nevermind And Beyond de Jacob McMurray y el editor Gary Groth. En la exhibición se muestran objetos, ropa, fotografías, un pequeño documental y guitarras rotas.

Dentro del museo del Pop que tiene una arquitectura futurística, que desde las colinas se ve majetuosa pero de cerca parece chatarra pintada con colores brillantes, hay una sala también dedicada a Pearl Jam más audiovisual y que muestra sobre sus miles de giras que han hecho y algunos objetos que parecen sacados de mi clóset de adolescente.

Mientras estaba en ese museo, que es más una trampa turística para nostálgicos, se me escurrieron un par de lágrimas de emoción, por saber que ahí estaba veintitantos años después como junkie melancólica, pero irónicamente consciente de que fui feliz en el pasado, como lo soy ahora. Lloré por todos los recuerdos de esos conciertos de Alice in Chains, Soundgarden, Temple of the Dog, Pearl Jam, Mudhoney, Sonic Youth, L7, Smashing Pumpkins y de muchas bandas más que afortunadamente disfruté en vivo como adulta joven pero aun con espíritu adolescente. Me embriagué en mi memoria. Al salir regresé del trance y con mi playera del perrito con sólo tres patas del disco homónimo de Alice in Chains me fui a cenar un buen Pho y a brindar por los que ya no están.

Al día siguiente pasé por los bares donde tocaron mis ídolos adolescentes que ahora están muertos como Kurt Cobain, Layne Staley o Chris Cornell sin entrar porque muchos de ellos están cerrados por Covid; fui al a escultura Black Sun, del japonés Isamu Noguchi, en el Washington’s Volunteer Park, Soundgarden la homenajeó con su famoso sencillo Black Hole Sun.

Mientras estaba en el parque y miraba por el círculo la famosa aguja espacial, recordé el video de Black Hole Sun que siempre me pareció muy bizarro y que me recordaría después a la película de The Acid House. También pensé en mis días de ver videos musicales en MTV, cuando pasaba música y no sólo reality show, ahora no tengo ni idea de si existe todavía. Seguramente es otra cosa que no superó la embestida tecnológica.

Contemplé la ciudad desde la Space Needle y mientras miraba esa ciudad llena de cristal, autos, casas lujosas, yates, me di cuenta que no era necesario ir a la famosa banca que los fans rayaron con frases y en memoria de Cobain en el Parque Viretta. Dudé también de ir a Aberdeen, el pueblo donde nació el vocalista de Nirvana.

Seguí explorando la ciudad, comiendo todo los pescados y mariscos que pude, bebiendo cerveza artesanal y turisteando. Dejé atrás las ganas de encontrar un rastro vivo de Grunge. En mi memoria están todas esas emociones, sentimientos y vivencias que en otro momento me hicieron sentir que pertenecía a algo. Ahora sé que no viven más en Seattle. Hace unos años escribí que el Grunge no estaba muerto, vivía en mi departamento. Ahora ni departamento tengo. Soy una nómada en busca de nuevas experiencias y con sus ídolos muertos.

El último día antes de marcharme de Seattle desayuné en un famoso restaurante cercano a las oficinas de Amazon. Estaba repleto de personas. La mayoría jóvenes que parecían de todas partes del mundo. Comiendo mis huevos benedict con carnitas y salmón decidí que sí iba a ir a Aberdeen, tenía que estar ahí para complacer a mi espíritu adolescente. Que necesitaba estar en ese pueblo que sí vio a Cobain vivo.

En las próximas entregas podrás leer el viaje a Aberdeen, un tour por cervecerías de Seattle a Oregon, Viaje en carretera por la costa de Oregon y cómo es vivir en medio de la nada.