Las niñas y los niños pertenecen a uno de los tres sectores más vulnerables de la población en nuestro país (los otros dos son los conformados por las mujeres y los ancianos). Y representan a los grandes invisibles de este país, junto con los ancianos, porque no cuentan con las capacidades reales y funcionales que se requieren para que puedan alzar la voz por ellos mismos para defender sus derechos, exigir seguridad y protección, para expresarse colectivamente y hacer marchas, por mencionar algo.
Hace muchos años ya, conocí a una niña de aproximadamente cuatro años que comenzó a ser tocada sexualmente por su prima entre ocho o nueve años mayor que ella, después de que salía del kínder y mientras era llevada a casa de la familia materna donde vivía en ese momento. Este tipo de juegos secretos se extendieron por cuatro años más.
Después, a los ocho o nueve años volvió a ser centro de interés, pero esta vez de la prima de su padre. La niña creció normalizando una situación que al principio le resultaba incómoda y extraña, pero que al volverse cotidiana y naturalizada por parte de sus agresoras, terminó por hacerle creer que realmente esa era una forma de jugar. No tardó mucho en integrar estas prácticas en los juegos que llevaba a cabo con sus primas dos o tres años menores.
El día en que se enteró que todo eso estaba mal, que era un asunto verdaderamente grave, tenía nueve años e iba en cuarto de primaria. Una de esas primas menores le contó a su propia madre de esos juegos y el escándalo se desató. La madre de la niña solo se preguntaba por qué su hija; por qué su hija era capaz de hacer cosas tan horribles. Seguramente era culpa de la falta del padre. Seguramente veía cosas inapropiadas en la televisión. Seguramente la enciclopedia sobre el conocimiento sexual que había en casa le había hecho daño.
Desde entonces el contacto con sus hermanos fue menor y todo el tiempo era advertida de que no debía hacer esto o aquello. La familia materna se unió más, pero ella fue dejada a un lado de cualquier tipo de convivencia que involucrara a los integrantes. No más navidades. No más año nuevo. No más días de campo. No más asistencia a las ferias. No más cumpleaños. Excluida, rechazada, repudiada. Se le tachó de monstruosa, de pervertida, de mala. Ese asunto no se tocó nunca más si no era para removerle las entrañas por la culpa.
No hubo un solo día en el que no se sintiera justamente un monstruo, una pervertida y un mal ser humano (porque niña, evidentemente, ya no era). No hubo un solo día en el que la culpa no le mordiera el cerebro, en el que la vergüenza no le acompañara a todas partes, en el que la inseguridad estuviera presente todo el tiempo y el autoestima absolutamente ausente. Se reprochó durante más de diez años el no haberle contado a su madre cuando todo ese desastre empezó desde que asistía al jardín de niños; por qué nunca fue capaz de decir en voz alta esos dos nombres que la marcaron y definieron durante tanto tiempo y que diluyeron su amor propio y su confianza en sí misma y en los demás. Que provocaron que dudase de sí misma y se castigara con la mayor dureza posible, aunque por fuera del corazón, el comportamiento fuera rebelde, provocador, mordaz.
Conforme pasaron los años, junto a la vergüenza y el resentimiento, fue señalada y empujada a vivir debajo de la mesa, pero nadie a su alrededor se cuestionó realmente las causas. Nadie preguntó por el origen de su comportamiento, nadie creyó que la atención psicológica y el apoyo terapéutico fuera necesario; ella era mala y punto. No se juzga a nadie: era otra época, los psicólogos eran para los locos y no había posibilidades en muchos sentidos para ayudara con esa clase de soporte.
Pasaron más de diez años en los que siempre pensó que nunca podría estar con nadie porque reprimió cualquier tipo de sentimiento, pensamiento o emoción que le provocara alguien más. Siempre amiga, nunca novia. Hasta que conoció al que sería el primer gran amor de su vida, quien le abrió la puerta al autodescubrimiento, al placer, a la posibilidad de sentir sin culpa, sin remordimiento, a mirarse en un espejo y saber que también había algo en ella que hacía que valiera la pena su compañía.
Años después se convirtió en paciente terapéutica por convicción porque aún había muchos nudos que desatar; muchas preguntas que responder. Porque había que apaciguarse y entender que hay niños que no reconocen el abuso sexual hasta que sus padres cargados ya, con sentidos y significaciones enmarcadas evidentemente por contextos diferentes, revientan una bomba que a temprana edad no alcanzan a comprender. Porque no, no todo abuso sexual está repleto de violencia explícita, de daño físico o terror; lo hay también enmascarado, naturalizado, repetitivo conforme a patrones.
Tuvieron que pasar más de veinte años para que se diera permiso de vivir igual que la mayoría de las personas funcionales, sanas mental y emocionalmente. Para que se mirara a sí misma digna y merecedora de respeto, pero sobre todo de amor propio; para que su cuerpo dejara de representar una carga y un lugar que podía ser humillado o maltratado, para aprender a decir que no hasta cuando le ofrecían un poco más de comida y ya estaba satisfecha.
II. La lucha de hoy
El movimiento que ahora ha explotado en México, pero específicamente en el Estado de México (porque aquí vivo) me resulta, no solo de gran interés en términos sociológicos, sino personales, porque estoy viendo a toda una generación de mujeres de distintos grupos de edad, valientes, empoderadas, fuertes y solidarias, sororas entre ellas, que se han unido para tirar a patadas los muros de la violencia que nos está matando, desapareciendo y normalizando conductas en perjuicio de lo que somos por el simple hecho de serlo y que se han infiltrado en instituciones como la familia, la escuela, los lugares de trabajo, etc.
Miro y respeto a esas mujeres que se han atrevido a abrigar su rebeldía para enfrentar a la injusticia y la indiferencia de un país en el que la educación machista es totalitaria, así como las dictaduras. Las admiro porque cuando yo tenía menos de veinte años fui acosada sexualmente al menos por tres personas vinculadas a mí en el ámbito educativo. No tuve el valor de hablar, de denunciar, de defenderme. Así que me asusté, temí las represalias si decía algo, me callé y actué como si nada hubiera pasado porque tampoco sabía hacia dónde o hacia quién correr. Con el tiempo caí en manos de uno de esos acosadores y sostuve una fugaz relación con él porque traté de engañarme a mí misma: no era acoso, estaba enamorado de mí. La terapia salva vidas, siempre lo digo.
Ellas están peleando no solo por ellas, están peleando por las niñas (por los niños también), por sus madres, por sus abuelas, por sus hermanas, por sus amigas, por su pasado, por su presente y por su futuro.
Me siento afortunada en poder presenciar este momento histórico que está luchando por romper patrones históricos de daños profundos hacia las mujeres por nuestra condición y nuestros contextos. Me siento agradecida que haya miles de mujeres que no están dispuestas a pasar por la misma situación que yo, y que cientos de otras que ya no están aquí para contar su historia porque la brutalidad, y el desdén las alcanzó sin importar el nivel educativo, socioeconómico, el capital cultural, el estado civil, la religión, su lugar geográfico, sus creencias y preocupaciones, sus esperanzas y promesas, sus deseos frenados y sus caminos rotos; porque están muertas, literal o figurativamente, pero muertas.
III. La red que nos sostiene
No desmerezcamos la legitimidad de lo que sucede ni critiquemos las formas o cuestionemos el valor de sus acciones. Cada mujer que está ahí tiene una experiencia, una narración, tiene motivos, heridas y quiere justicia. Cada una de ellas está confiando completamente en la que se encuentra a su lado porque en esa red se sostiene.
Yo creo y apoyo este movimiento porque fui acosada durante toda mi vida no solo por los hombres que me vieron vulnerable y se me fueron al cuello aunque haya quedado solo en la “intención”, sino por los recuerdos, la culpa, el dolor, el enojo, la frustración y el maltrato que ejercí sobre mí misma. Una alumna muy querida me dijo una vez: “nuestra propia historia es la que nos vuelve feministas. Yo soy feminista por lo que he vivido”. Sí, yo también soy feminista por lo que viví como estudiante y porque, sí, aquella niña también era yo.
Y no, ya no me pienso callar nunca más.