Para los que estudiamos la carrera de Comunicación en la década de los años 70 del siglo pasado, el filósofo canadiense Marshall McLuhan era un profeta. Se expresaba por medio de mensajes crípticos que los estudiantes intentábamos descifrar, como ese de que “el medio es el mensaje” que cada quien entendía a su manera.
Pero también estableció entonces una figura, la de la “aldea global”, que varias décadas después ha sido confirmada por la realidad. La evolución de las comunicaciones convirtió al planeta Tierra en una aldea en la que lo que le ocurre a uno puede afectar a todos con una rapidez pasmosa. Marshall lo decía por el poder de los medios masivos y eso que todavía no saltaba al escenario el Internet.
El hecho real, indiscutible, es que un virus que pasó, según los memes, de un murciélago a un comensal chino con gustos culinarios extraños en un mercado de la localidad de Wuhan en la provincia central de Hubei, se ha transformado en una catástrofe global. Tiene a los mexicanos con el Jesús en la boca y comprando estampitas religiosas para intentar detenerlo a golpe de rezos que nunca salen sobrando.
Somos, como lo previó McLuhan, una tribu, pero planetaria. La crisis del Covid-19 no deja lugar a dudas. Lo que conduce al tema del texto: el mundo debe tener un sistema de salud único. Una enfermedad asiática puede devastar Europa y descarrilar a América, abarrotar las morgues, generar desempleo y pobreza. El vehículo para este sistema único de salud puede ser la Organización Mundial de la Salud de la ONU, que ha estado muy atareada pero que al final de esta emergencia tiene que relanzarse con fuerza, con mucho más presupuesto y atribuciones y delegaciones grandes en cada país.
Seamos claros, la estrategia en esta emergencia sanitaria no es detener la pandemia del coronavirus, lo que es imposible, sino que los contagios no se multipliquen de golpe porque eso colapsaría al sistema de salud que sería rebasado. Es lo que llaman achatar la curva que describe el aumento de contagios. Quieren que nos enfermemos poco a poco, si es posible por turnos, para que todos tengan la oportunidad de ser atendidos.
El mundo cometió un pecado colectivo: Achicar los sistemas de salud. Los sistemas no están preparados, ya lo vimos, para aguantar la embestida. Son pequeños y están mal pertrechados. No me refiero solo al caso mexicano, sino de toda la aldea global comenzando por Estados Unidos, pero también en países europeos donde hoy se están pagando muy caro las políticas neoliberales de recortar los presupuestos de salud pública.
Y es que, desde la década de los años 80 del siglo pasado, casi todos los países occidentales, le han regateado un sistema de salud pública de excelencia a la población mayoritaria. La inversión se detiene, la infraestructura envejece, se deteriora, y los mejores médicos ponen tierra de por medio porque los sueldos en el sector salud del gobierno son muy bajos, se van a los hospitales privados. El resultado es que los médicos que sacan las mejores notas no trabajan para el Estado sino para los pacientes con carteras gordas. México no es la excepción.
La salud es, o debe ser al menos, un patrimonio internacional. Ya quedó claro que para los virus no hay fronteras, muros, policías fronterizos, agencias de migración que valgan. De ahora en adelante, una vez que superemos al Covid-19, se tiene que plantear que el derecho universal a la salud es responsabilidad compartida de la comunidad internacional.
Puede hacerlo a través de un organismo como la Organización Mundial de la Salud, que para eso está y que ya tiene una estructura incipiente que podría crecer. El propósito es tener una supervisión permanente en tiempo real de la salud en todo el mundo porque ahora sabemos, lo aprendimos de la peor manera, que el virus es el hombre.