La pandemia por COVID 19 aceleró la digitalización de servicios, empresas y organizaciones. Aislarnos físicamente significó que comenzamos a mediar nuestra interacción con el uso de la tecnología.
Se potencializó el uso de video llamadas, clases, conferencias, conciertos, entrevistas, seminarios y hasta fiestas en línea. Tan es así que Zoom, la aplicación de video llamadas, fue descargada por más millones de personas en un mes, más que en todo 2019. Y aumentó su valor económico, ahora vale casi el doble que Twitter.
Desde hace años los videos y fotos de los usuarios circulan en las redes sociales. La aparición de “influencers”, es decir, personas sin ningún talento más que saber posar ante una cámara en restaurantes, hoteles, destinos turísticos o con sus mascotas lograron que cada vez más personas se unieran a la idea de compartir su vida cotidiana con el resto del mundo, sin importar que sea.
Pero compartir también ha significado para determinadas personas generarse estrés, ansiedad, depresión, hiperconectividad, envidia y compararse desde físicamente hasta en sus estilos de vida.
El escritor David Foster Wallace vaticinó en su gran obra, La Broma Infinita, el compartimiento de las personas ante la exposición de su imagen en las video llamadas, que el nombró antes del inicio del siglo XXI como videotelefonía.
Foster Wallace describió magistalmente e irónicamente el estrés emocional, la vanidad física, la lógica autodestructiva de mostrarse todo el tiempo de forma mediatizada ante otros. Creó nombres de enfermedades psicológicas como “la Disforia Video-fisonómica (DVF)” que llevó a la industria a crear máscaras para evitar que las personas se horrizaran con sus rostros en la pantalla y para lucir más atractivos de lo que en realidad eran.
Los fabricantes de las máscaras fueron evolucionando y creando máscaras en alta definición con características específicas que aminoraban los complejos físicos de las personas, podían disminuir sus ojeras, cicatrices, arrugas, agrandar sus ojos, aumentar su mentón para que se vieran más delgadas, cambiar el color de su cabello, ojos y hasta piel, etc.
La tecnología avanzó y ahora en las video llamadas se podían ver también los cuerpos de las personas, así que se crearon recortes bidimensionales donde las personas podían elegir un sin número de opciones para que su cuerpo luciera según los estándares de belleza a los que querían pertenece: cuerpos con más músculos, zonas más voluminosas y más.
Tal avance de las máscaras en el mundo de La Broma Infinita ocasionó después que se creara un estrés psicosocial por el cual miles de usuarios se negaban a salir de sus casas, ante el miedo de que las otras personas se decepcionaran al verlos fuera de la pantalla. Temían desilusionar estéticamente a otros. Por lo que los psicólogos lo nombraron como Enmascaramiento Optimísicamente No Representativo (EONR).
Después de explotar todas las máscaras y de la tecnología para hacer video llamadas se creó un movimiento entre los usuarios para no usarlas. Retomaron el uso del teléfono para comunicarse y se convirtió en “una especie de símbolo de estatus de la antivanidad”, mientras que las personas que continuaron usando la videotelefonía, las máscaras y los cuerpos bidimensionales eran vistos como “irónicos símbolos culturales de vana e indolente sumisión a las relaciones públicas corporativas”.
La descripción de Foster Wallace nos recuerda inmediatamente a los filtros de las aplicaciones de Instagram, Snapchat y la nueva incorporación de estos a las video llamadas en Google Meet y Zoom.
Nosotros también tenemos nuestro movimiento, aunque no tan efectivo como en Broma Infinita, celebridades subiendo sus fotos “naturales”, sin maquillaje ni filtros de Instagram. Lo único que queda son los hashtag #NaturalBeauty, #SinFiltro.
Hace un par de semanas me hicieron una entrevista de trabajo por Google Meet. No podía concentrarme adecuadamente porque estaba viéndome constantemente en la pantalla. Recordé el capítulo de La Broma Infinita y sólo espero no desarrollar Disforia Video-fisonómica (DVF).