Mi poema favorito en la adolescencia era uno del poeta romántico Mijaíl Lérmontov llamado “La Vela”. Empezaba así: “Blanquea la vela solitaria / en la neblina azul del mar / ¿Qué busca en países lejanos? / ¿Qué ha dejado en su patria?”. Mientras seguimos el camino existencial de la vela blanca en el mar abierto, aprendimos que “no busca la felicidad, ni de la felicidad huye”. Pero ¿qué busca entonces? Todos buscamos la felicidad, ¿de qué se crea esta vela rebelde? Al final Lermontov revela: “Pero la vela, inquieta, pide tormenta / Como si en la tormenta hubiera paz.” La soledad, la búsqueda espiritual y la tormenta (sobre todo, la tormenta) son la receta perfecta para la vida de un escritor. En el escenario de un desastre, pensaba yo, todo se vuelve real: lo frágil se rompe, lo deficiente se pudre y lo fuerte, lo grande, lo verdadero sobrevive superando todos los retos y obstáculos. Los desastres de carácter personal también contaban, pero en mi percepción adolescente el espíritu hubiera tenido que fortalecerse más rápido cerca del cráter de un volcán activo que en un cuarto pequeño en un suburbio residencial de Moscú.

Gracias a Lérmontov y mi interpretación literal de su poesía simbólica, años después de terminar la escuela en Rusia me encontraba en un paraíso tropical para jubilados canadienses. Despertaba en la noche por el ruido que producían las iguanas cayendo de los árboles como si se trataran de mangos cocidos estrellándose en el techo de mi casucha. Aquellos días en la costa caribeña eran lentos y calurosos: los turistas tomaban piñas coladas a la sombra de las palmeras majestuosas, al tiempo que yo caminaba rumbo a mi trabajo soñando con el mar abierto. En este entonces estaba obsesionada con la idea de viajar de a ride en un barco o crucero o velero, fuese lo que fuese pero que me llevara a una aventura verdadera. Fui a buscar suerte a Isla Mujeres. En tres semanas me gasté todos mis ahorros  pero no encontré un barco disponible, así que tuve que buscar trabajo. Me contrataron en un restaurante mexicano. El dueño era un chef potosino casado con una china que conoció en Suiza, a donde se mudan cada que acaba la temporada en México. Despreciaban a los turistas de Estados Unidos prefiriendo a los de Europa por sus buenos modales.


Foto por Karina Abdusalamova

Aunque mis modales también dejaban mucho que desear, me querían bastante. Estaban fascinados por mis ambiciones aunque no creo que me tomaran en serio. De hecho, nadie me tomaba en serio en Isla Mujeres: los pescadores me regresaban una sonrisa hermética cuando les compartía mis planes. Preguntaban: “y cuál sería tu papel en un barco?”. “Puedo limpiar y cocinar. Aprendo muy rápido… soy buena onda”, contestaba yo con muy poca confianza mientras se miraban entre ellos y hacían bromas que no entendía. A la tercera semana empecé a oler a camarón. Me deprimí. Poco a poco me di cuenta que mi idea no era lo suficientemente realista. Viajar de ride por mar resultaba algo difícil y no tenía plan de escape alguno. 

Hoy en día no recurrimos al mar como antes: las vacaciones en crucero se volvieron anacrónicas; la imagen de piratas somalíes no inspira y todas las islas ya están descubiertas. Hoy en día hablamos del mar cuando vemos videos de tortugas nadando en aguas azuladas con una gorrita de lata de atún. Desde que el mar fue reemplazado por el cielo, casi a nadie le importa. Desde que las turbulencias nos asustan más que las tormentas, el concepto de distancias largas dejó de existir: diez horas de Moscú a Nueva York parece una broma. 7 mil 510 kilómetros se convierten en una comida, dos artículos de revista en el avión, ver una comedia familiar genérica con Drew Barrymore, dos idas al baño y una siesta de tres a cuatro horas.

7 mil 510 kilómetros. ¿Cómo se sentía recorrer esta distancia en los tiempos en que el mundo era considerado plano con el riesgo de caer en lo desconocido al llegar a una esquina?

Para los marineros y los conquistadores el mar era la verdadera medida de su valentía, inteligencia e ingenuidad. Los españoles, que eran y siguen siendo fanáticos religiosos, veían en el mar abierto peligros inesperados y posibles descubrimientos como un santuario. El mar era el sinónimo de la vida que se se abre en su totalidad sólo a los que no temen la muerte. Do you dare?

Foto por Karina Abdusalamova

Cuando mi Mary Read interior empezó a perder la esperanza en el éxito de mi plan, apareció Keith, un marinero australiano de 65 años que se parecía a un viejo y sabio koala. Keith nunca salía de su velero sin dos cosas: su sombrero de ala grande y una lata de cerveza clara. Era experto en caer en lo desconocido: a la edad de 20 años decidió partir a Vietnam como voluntario y enseguida se arrepintió de su decisión. Al regresar a Australia, se enfrentó con la estigmatización y la discriminación: los soldados que se enrolaron para combatir en Vietnam eran considerados asesinos, especialmente los que se iban como voluntarios. Con la sensación de que había sido engañado por su propio gobierno y odiado por sus compatriotas, Keith compró su primer velero y se fue de Australia. Sus acuosos ojos azul celeste lloran de vejez o de memorias. Keith podría ser un personaje ejemplar de las obras románticas de Lermontov: es ermitaño, mártir y un idealista orgulloso. Sus rodillas están cubiertas de heridas y ampollas. Él dice que son a causa de la humedad y sal. A pesar de la advertencia de tormentas, salimos al mar.


Foto por Karina Abdusalamova

En su poema “Good Advice For Someone Like Me”, Leonard Cohen canta “If you don’t become the ocean, you’ll be seasick everyday”. Si no te vuelves el océano, vas a marearte todos los días. Antes de conocer el mar abierto me encantaba aquella frase que sonaba profunda e ingeniosa. Sin embargo, al pasar dos días sin poder levantarme de la cama sin soltar la cubeta azul en la que vomitaba, no me pude relacionar con tal afirmación: no lograba convertirme en océano. Mi cuerpo humano rechazaba esa posibilidad.

Cuando la tormenta apenas empezó, yo estaba dormida. Me despertaron los objetos que caían en mi cabeza: libros, mapas, latas de cerveza. Abrí los ojos y vi la figura de Keith dentro de un impermeable amarillo en la entrada del camarote. “Levántate, necesito tu ayuda”, me dijo. Subimos a la cubierta. Nunca en mi vida he experimentado una oscuridad tan plena y absoluta como aquella de un cielo sin estrellas y el agua que reflejaba esa negrura. No había nada alrededor. El vacío de la tormenta nocturna absorbió el mundo. Mi cabeza también parecía vacía, no tuve pensamientos, me sentía muda. El koala Keith escaló hacia la parte de arriba del velero para cerrar la vela grande y evitar que el viento la hiciera pedazos. Cuando se balanceaba en el borde frágil del velero, por primera vez me di cuenta de que si resbalaba y caía al agua, me quedaría sola en dos días de viaje a tierra. Pero regresó a los diez minutos con una orden: “La vela principal ya está cerrada, eso es lo más importante. Ahora tomaré una siesta, estoy muy cansado. Tú navegarás el velero”. No me permití reflexionar sobre esta situación, sólo asentí.

El timón era un alargado palo de madera. El GPS funcionaba muy bien. Keith me mostró a dónde tenía que dirigir el velero y se fue a dormir. Agarré el timón como si fuera la mano de mi mamá. Behind the pain someone is rejoicing. El velero oscilaba drásticamente de lado a lado, el corazón me latía tan deprisa que pensé que iba a explotar. Behind the torture there is love. Miraba al frente y la oscuridad me absorbía: nunca en mi vida estuve tan lejos de la gente, nunca en mi vida deseaba estar entre la gente tanto como en aquel momento. Pero sólo estábamos nosotros, Keith y yo. Los dos en el mar salado y enojado, sin nuestra “vela solitaria”. Who’s going to buy this bullshit. De repente me sentí tan tranquila como si ya estuviera muerta. Sin parpadear miré el puntito verde del GPS que representaba a nuestro velero, y agarré el timón con mucha confianza. Nada existía e importaba más que eso. Así pasaron siete horas hasta que se levantó Keith, A todas luces se veía sorprendido por encontrarse vivo: “Antes pensaba que tenías los ojos oscuros porque tu cabeza está llena de mierda, pero resulta que no es tanto así. Felicidades, buen trabajo”, dijo.

Hasta ese momento entendí a cabalidad las palabras de Leonard Cohen. Ya no me mareo.

(Artículo escrito para el medio ruso Hype.ru en 2018. La versión original está publicada aquí)