¿Por qué hay tantos locos en las calles de San Francisco? Desde que llegué por primera a estas tierras  no dejaba de hacerle esta pregunta a la gente que se encontraba a mi alrededor. Chiflados carismáticos que caminan por el barrio chino con sus carritos de supermercado llenos de chácharas, que asustan a turistas japoneses cantando éxitos de Aretha Franklin mientras buscan algo valioso entre la basura, que te piden dinero y te dan una charla larga y sofisticada sobre la horrible influencia del capitalismo en caso de que les niegues una moneda. Toman el sol en la playa de Ocean Beach. Leen en la voz alta Enciclopedia Britannica en bibliotecas públicas. Disfrutan el atardecer desde el Golden Gate. Sin sombra de duda, la ciudad les pertenece. De no ser por ellos, esta sería otra hermosa ciudad para yuppies.

Como dicen en San Francisco, homeless is never hopeless. Uno puede no tener casa, pero nunca pierde el ánimo. Al menos tres veces a la semana activistas de Food not Bums alimentan a personas en situación de calle con comida vegetariana en el cruce de 16th y Mission. Turistas misericordiosos les compran comida y les dan dinero. Una vez, regresando al hostal donde solía trabajar por 9 dólares la hora, presencié a un vagabundo que contaba billetes de 5 y 10 dólares que le dieron durante el día. En este momento pensé que me hubiera podido ir mucho mejor si hubiera pedido limosna en frente de mi hostal en lugar de trabajar en la cocina.

Foto por  Karina Abdusalamova

¿Pero cómo empezó esta tradición?

Comencé mi investigación en crónicas de la ciudad y descubrí que la historia asienta sus raíces desde el siglo XIX y está conectada con el nombre de Joshua Norton, un nombre misterioso conocido como Su Majestad el Emperador Norton I. El autoproclamado emperador emigró de Inglaterra a San Francisco para continuar el negocio de su padre, que era ser un rico comerciante. Sin embargo, Norton no logró heredar la buena suerte paterna: al invertir todo el dinero que tenía en arroz peruano, primero perdió su fortuna y más tarde la cordura.

Así el ex comerciante comenzó su carrera política proclamándose “Emperador de estos Estados Unidos y protector de México” al elaborar leyes excéntricas y declaraciones controversiales. Decidió que mientras gobernaba, no había necesidad de tener instituciones gubernamentales adicionales, así que ordenó abolir el Congreso estadounidense y ambos partidos, el Demócrata y el Republicano. Es importante mencionar que los periódicos que publicaron sus decretos se agotaron de inmediato. El delirio cobró forma de resistencia civil: imprimía su propio dinero y pagaba todo que necesitaba con él, y la gente aceptaba su dinero porque lo admiraba. Aunque nadie lo tomaba en serio, el regente estrafalario fue respetado por su compasión y humanismo. Por lo tanto, resultó ser la única persona que pudo parar a los habitantes de San Francisco, quienes, enojados por la invasión de comunidades orientales, se dirigían al Barrio Chino para destruirlo. Norton se sentó en medio de la calle y empezó a orar en voz alta por el bienestar de los residentes chinos. La escena provocó compasión entre la gente. Confundidos, los buscadores de justicia decidieron posponer su venganza y regresaron a sus casas.

Hubo casos en los que sus propuestas fueron consideradas locas por el gobierno en siglo XIX, pero eventualmente serían cristalizadas, tal como sucedió con el proyecto del puente entre San Francisco y Oakland. En 1936, 70 años después de que el decreto de Norton fue rechazado por el gobierno, el puente de la Bahía de San Francisco-Oakland finalmente fue construido.

Cuando Norton murió, 30 mil habitantes de San Francisco salieron a las calles para despedirse de su emperador. A la fecha, la ciudad recuerda y admira a su excéntrico héroe: su imagen se encuentra en prendas en tiendas de souvenirs. Algunos incluso nombran sus negocios en honor del emperador.

Foto por  Karina Abdusalamova

Ronald Reagan y los manicomios 

La historia de la locura en San Francisco continuó en la década de 1970, cuando fue publicado Atrapados sin salida, novela de Ken Kesey que provocó un diálogo ríspido pero necesario entre la sociedad. Kesey logró erigir preguntas incómodas que antes nadie quería tener y contestar. ¿Por qué el tema de las instituciones psiquiátricas era tan importante en ese entonces? Ronald Reagan es la respuesta. En los 80, el entonces presidente estadounidense descartó la ley que garantizaba a las personas con enfermedades mentales los servicios médicos financiados por el gobierno. Como hizo antes cuando fue gobernador de California, Reagan cerró la mayoría de hospitales mentales prácticamente dejando en la calle a todas aquellas personas con algún grado de problemas mentales. “En este país, cuando algo no funciona, todos se inclinan por la solución más rápida”, escribe Kesey.

40 años después la situación no ha cambiado mucho y es poco probable que cambiará en el futuro. Sin embargo, debo admitir que en comparación con las personas en la situación de calle en otras partes del mundo, las de California proyectan seguridad, orgullo y hasta se ven satisfechas con la vida que tienen. De hecho, se portan como emperadores que te permiten generosamente disfrutar un poco de su majestuoso reino. Puedes quedarte por tanto tiempo como quieras si tienes algunos billetes de 5 o 10 dólares que compartir con ellos. 

Así es San Francisco, la ciudad al revés donde todo parece posible. Y es que, tal vez, para ser parte de esta ciudad fantástica tienes que ser un poquito loco, tal como lo describió Jack Kerouac en su novela En el camino: “La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas.“