¿Será que me estoy muriendo? Mi mente se encuentra atrapada por fragmentos de conversaciones que nunca han tenido lugar en el pasado. Me siento impotente ante la incontrolable narrativa. Frías gotas de sudor corren por mis sienes. Voces masculinas se me acercan. Son los dos camioneros que cuatro horas antes me dieron aventón cerca de la ciudad portuaria de La Ceiba, cuando todavía me sentía bastante bien.

Entré al camión y hablé media hora con ellos cuando de pronto comencé a temblar. Puede que haya contraído la malaria, dicen. Suena lógico: pasé siete días en una laguna cercana a la frontera con Nicaragua. Curiosamente el nombre de aquel lugar es La Mosquitia. Ahí no hallé lo que buscaba, pero sí muchas otras cosas, incluyendo la malaria, a decir de mis amigos camioneros. Después de una hora me dejarán en un pueblito llamado La Esperanza (estos son nombres reales en Honduras) y me dejarán a mi suerte. Tal vez, es lo que merezco.

¿Para qué va uno a Honduras? ¿A qué fui yo a Honduras?

Conseguí un artículo de una revista rusa en la que trabajé por un tiempo escribiendo un reportaje sobre Honduras. Dado que viajar sola no me pareció lo suficientemente retador, me propuse hacer más difícil la elaboración del artículo. La idea era recorrer aquel país sin gastar un solo peso en transporte o alojamiento.

Crucé la frontera hondureña una tarde empapada hace un par de semanas. La primera persona que conocí allá fue Tony, un garífuna ataviado con joyas y cadenas doradas cual exótica deidad hindú. Salió de un jeep negro sosteniendo una botella de ron. Me ofreció ride a San Pedro Sula, donde se suponía que recogería a su esposa en el aeropuerto. El encargado de conducir sería su amigo, quien tenía un ingenioso y complicado nombre que significaba “Dios de la Muerte” en su lengua materna. No pude rechazar el viaje. Sorprendentemente, llegamos bien a San Pedro Sula.

Lo primero que hice al llegar fue detenerme en un Burger King. Pedí unas papas fritas y me conecté a internet para ver qué decía Google sobre el lugar. La retroalimentación no fue muy alentadora. Qué fascinante misión, la de buscar un refugio gratuito en un lugar como éste, pensé mientras empujaba la puerta. El mundo exterior a la utopía americana de comida chatarra se presentó en un pintoresco panorama: un edificio de la catedral principal de la ciudad, que pedía a gritos una capa de pintura y montañas de basura, en torno a la cual se arremolinaba gente hambrienta sin hogar. Cerca de allí había un parque con arbustos cuadrados amarillentos y monumentos de bronce. Las mujeres locales instalaban mesas para hacer baleadas, nombre que reciben unas tortillas caseras tradicionales con frijoles, huevo y queso. Agarré una, no por el bien del turismo gastronómico, sino como un signo de mis compulsivos hábitos alimenticios.

Apenas terminé mi baleada cuando un desconocido se posó frente a mí. Este flaco misterioso tenía unos 20 años, respondía al nombre de Javier y parecía tan confundido como yo. Sus manos estaban cubiertas de moretones negruzcos y tatuajes decolorados con nombres femeninos. Duramos un minuto mirándonos el uno al otro en silencio. Mi boca aún estaba llena de aquella tortilla, así que me tomé mi tiempo observándolo. Luego tuvimos una pequeña conversación incómoda sobre su drogadicción y mi búsqueda actual de hospedaje. Una charla extraña y desesperada entre dos personas que no tienen idea de qué están diciendo entre sí.

No parecía que quisiera robarme. Tras una larga pausa, me dijo que tal vez podrían proporcionarme una cama gratis en una estación de bomberos. Desde luego, cabía la posibilidad de que se tratase de un truco, pero acepté. Javier se ofreció a llevarme. En la esquina nos encontraríamos con sus compañeros de una pandilla local llamada, digamos, “Hijos de Sula 24”. Así, mi accidentado viaje terminaría, e iniciaría otro hacia el final de la noche. Dos docenas de ángeles guardianes se encargarían de cuidarme de camino al cuerpo de bomberos a través de las espeluznantes y silenciosas calles de San Pedro Sula. Llegamos sanos y a salvo.

El departamento de bomberos de San Pedro Sula merece una mención de TripAdvisor e incluso su propia página en Airbnb. Tiene cocina, un cuarto, un baño y un cachorro. Dentro del inventario incluiría a un excéntrico vendedor de fruta que se coloca en la entrada y habla un spanglish de aires gangsta (un par de meses antes de conocernos, había sido deportado de Estados Unidos). Pasada la medianoche fui invitada por mis nuevos amigos vulcanos a extinguir un incendio en un bosque cercano.

Los días siguientes no fueron tan pródigos de aventuras. Y es que los pueblos hondureños que no son considerados mortalmente peligrosos, como San Pedro Sula, son, en su mayoría, anodinos e impersonales: tienen una plaza principal y un edificio municipal de color pastel, un parque sencillo y una disco-bar. Lo único agradable de La Ceiba fue una señal con una advertencia de no caminar sobre la hierba, porque “las plantas son creación de dios”.

Llegamos en un camión de pan Bimbo a un lugar llamado Bonito Oriental, en donde cosas maravillosas comenzaron a suceder de nuevo. Bonito Oriental ni siquiera es un pueblo, sino un camino de terracería rodeado por varias casuchas, un local de mofles y refacciones y una tienda de abarrotes que sirve de centro recreativo para los usuarios locales.

Los siete o diez tipos que conocí en aquel centro donde vendían alcohol eran casi la población masculina total de Bonito Oriental. Salvo aquel anciano malhumorado que no podía perdonar el hecho de que estuviera desperdiciando mi potencial reproductivo en una “cosa tan tonta” cómo viajar, casi todos se volvieron mis amigos. Como Johnny, dueño del lugar, quien amablemente se ofreció a alojarme por una noche.

Lo primero que vi cuando entré a su casa fue una cantidad impresionante de mujeres y niños reunidos frente a un viejo televisor. Todos veían una telenovela mexicana. Los muros de hormigón azul estaban tapizados de retratos familiares y certificados de agradecimiento. La habitación olía a leche quemada y plátanos fritos. Una chica de dientes ennegrecidos amamantaba a un niño que parecía un tanto viejo. Otro escuincle  jugaba en el suelo con una bolsa de plástico mientras que dos chicas adolescentes me soltaban miradas curiosas de tanto en tanto.

En aquel inframundo sólo una persona no estaba del todo subsumida por las imágenes del aparato, Susana, la abuela. Era la abeja reina de ese pequeño reino humano. Mientras arañaba su enorme muslo, me deslumbró con historias sobre La Mosquitia, un lugar que albergaba prófugos de la justicia, narcotraficantes y yerberas que recurren al vudú. Sonriendo vagamente intentó disuadirme de no ir, porque me pondrían un hechizo para hacerme quedarme para siempre. Pero sus descripciones se parecían a un sueño alucinante que encendió mi imaginación. Como una película de John Waters en versión tropical. Tengo que conocer aquel lugar, me dije. Esa noche no dormí.

Me acondicionaron el cuarto de una de las hijas de Johnny. Tan pronto como entré en el espacio oscuro y me senté en la cama, tuve la sensación de que todo a mi alrededor estaba vivo. Algo en las sábanas se movía incesantemente. Desde el techo, algo más cayó sobre mis hombros y cabeza.  Lo escuché caminar a lo largo de las cortinas, sobre la mesa y el piso. Cuando finalmente logré encontrar el interruptor, me di cuenta que mi intuición inicial era confiable: estaba infestado de cucarachas enormes. Por un momento me sentí en uno de esos programas en donde los participantes deben pasar por todo tipo de experiencias desagradables, como ponerse encima criaturas asquerosas. Con la diferencia de que ahí nadie me esperaba detrás de la puerta para rescatarme.

A la mañana siguiente me recogió una vieja camioneta todoterreno llena de gente y bultos sucios de arroz. Todos los lugares relativamente buenos ya estaban ocupados. Hasta los costales estaban acomodados con más dignidad que yo. Me senté en el borde de la camioneta con las piernas al aire. Tras cuatro horas y medio de viaje estaba cubierta de un polvo naranja, cual estatua egipcia recién excavada.

Foto por Karina Abdusalamova

Sin embargo, no todo estuvo mal: en el camino conocí a Harvey, quien daba clases de inglés en una escuela de La Mosquitia. Harvey era un hombre negro, alto y debía de tener 40 y muchos o 50 y pocos. Tenía una voz suave y baja. Su inglés era impecable, tal vez por ello, hablaba tanto. Noté que le faltaba un dedo en la mano izquierda. Harvey veía fascinante encontrar a alguien de Rusia, por lo que me invitó quedarse en la casa de su hermana, la Tía. Después del viaje en la todoterreno, nos esperaban dos horas más de camino en lancha. La Mosquitia es un terreno dividido por decenas de ríos pequeños que desembocan en lagunas. Los pueblos en La Mosquitia llevan nombres de lagunas alrededor. Nosotros íbamos a Brus Laguna. Durante el viaje, Harvey me contó un poco sobre el lugar: La Mosquitia no tenía nada que ver con mosquitos como yo esperaba. Fue llamada así por la tribu nativa Miskito. Su hábitat comprende desde la costa caribeña de Honduras y se expande hasta Costa Rica. Me agradó mucho el hecho que La Mosquitia está ubicada en departamento de Gracias a Dios: allí se referían a dios en la misma manera como en la URSS lo hacían con Stalin o Lenin usando sus nombres aleatoriamente para cualquier circunstancia. Harvey explicó que el idioma de La Mosquitia, el miskito, era una curiosa mezcla de francés con inglés, donde el inglés dominaba. Esto sucedió gracias al Capitán Morgan (que al parecer no tiene ninguna zona llamada en su honor en Honduras): él logró llegar al Caribe antes de los españoles. Esto también explica por qué los miskitos tienen nombres y apellidos ingleses.

Cuando nuestra lancha estaba por llegar a Brus Laguna, sucedió un accidente trágico. En la luz suave del atardecer un pez espada salió del agua y se dirigió hacia una mujer que estaba en nuestra lancha. El pez dejó un boquete sanguinolento en su brazo y desapareció en los aguas oscuras. Así llegamos a La Mosquitia.

Brus Laguna se veía como si África Central por algún error se hubiera ubicado en América Central. Niños de piel oscura corrían descalzos por las carreteras de polvo anaranjado, buitres observaban el pueblo desde las alturas en espera de alguna muerte casual. Servían plátanos fritos y agua de coco, lo mismo para el desayuno, la comida o la cena. Mujeres con niños se asomaban por las ventanas de sus casuchas. El transporte más popular allí no eran coches o motos, sino lanchas que tenían todas las familias de Brus Laguna.

Las historias que la vieja Susana dijo de La Mosquitia la hacían sonar mucho más atractivas respecto a lo que encontré en la realidad. No había ni brujas vudú, ni narcotraficantes, ni eventos sobrenaturales o algunos tipos de actividades, sólo mosquitos. Brus Laguna era un lugar tan tranquilo que incluso los geckos en el techo parecían tener vidas más interesantes que los habitantes del pueblo. Fui a ver una escuela local, visité lugares donde suponían que había cocodrilos pero no estaban, pesqué pirañas; decepcioné a Harvey, quien se horrorizó al saber que no profeso religión alguna. Al cuarto día empecé a tener miedo que el patrón de la hamaca se quedara en mi espalda por siempre, así que decidí regresar. Desde entonces, mi vida empezó a llenarse con detalles extravagantes de nuevo.

Para empezar, en Brus Laguna no existían ni bancos ni cajeros, y para sacar dinero uno tenía que ir a la ciudad más cercana, que era La Ceiba. Casi se me acababan mis lempiras hondureñas pero tenía suficientes quetzales guatemaltecos, que ofrecí cambiar con Harvey, quien no se veía muy emocionado con este plan y me ofreció el suyo. Me ayudaría a subir gratis a un barco contrabandista que iría a La Ceiba, pero con una condición: yo tendría que pensar en dios durante el viaje. Según Harvey, dios era la razón por la que nos encontrábamos ahí. Si él cambió su vida, me decía, también podía cambiar la mía. Opuse que realmente estaba muy satisfecha con mi vida y no la quería modificar, pero Harvey insistía: la vida sin dios era un desperdicio de tiempo. Me mostró su mano izquierda sin dedo, me contó que antes era un hombre infiel y borracho, que jugaba cartas y peleaba mucho con la gente. “Así perdí mi dedo”. No me dio muchos detalles sobre el accidente. Nunca voy a saber si lo perdió por infiel, por borracho, por apostador o en alguna pelea. De todos modos, le prometí pensar en dios durante el viaje, pero le advertí que no tenía control alguno de las conclusiones de mis pensamientos. A Harvey no le importaban mis conclusiones, sólo pensar era suficiente. 

Foto por Karina Abdusalamova

Al día siguiente me despedí de Harvey y subí la escalera oxidada de un barco que servía para el trasiego de animales exóticos de La Mosquitia. Aparte de monos, iguanas y tortugas, en el buque viajaba un conocido, Javier, quien era maestro de historia en la misma escuela donde trabajaba Harvey (con él fuimos a pescar pirañas). También iban a bordo una mujer que sufrió de mareos durante todo el viaje, nueve jóvenes marineros, un cocinero que tenía el ojo loco y el capitán. En teoría, el viaje no era tan largo, unas siete horas a lo mucho, pero se les acabó el combustible en los primeros 40 minutos desde que salimos de Brus Laguna, así que tuvimos que regresar y esperar ayuda por cuatro horas. Después, en el mar, nos encontramos con la guardia costera, razón por la cual el equipo entró en pánico corriendo por el banco y tratando esconder a los animales en sótano del barco. El cocinero improvisó algunas canciones tratando de sincronizar su voz con los gritos de los monos. Es obvio que la policía podía escuchar a los simios, pero no estaban muy entusiasmados para hacer bien su trabajo, por lo que media hora después continuamos nuestro camino sin perder ni una iguana. Yo peleaba con los marineros que se divertían espantando un mono con lagartos. Al final los dejaron en paz. Me acerqué al mono intentando calmarlo: primero orinó en mí, pero en unos minutos me aceptó como su protectora y el resto de viaje la pasamos juntos. Durante la noche desapareció la tortuga, más tarde la encontré en mi sopa. Todos estos eventos no me dejaban tiempo de pensar en dios tanto como lo desearía Harvey. En la noche me desperté del frío: dormimos en hamacas y yo no traía ninguna prenda que me calentara. Mi playera olía a pis del mono. Decidí que era el momento idóneo para pensar en dios. Por ejemplo, ¿si dios existe, por qué hace sufrir a este mono? ¿por qué existen lugares tan horribles como San Pedro Sula en donde la gente no tiene la oportunidad de tener una vida digna? ¿todo está en las manos de dios o sólo una parte? Puede ser que dios solo protegiera algunas partes del mundo como Suiza o Noruega. Los países centroamericanos definitivamente no están en su agenda. No sabía qué más pensar de dios. El único lugar donde se divertía la gente en Brus Laguna era la iglesia: allí fueron a cantar, escuchar la palabra de dios, ver a sus vecinos. Tal vez, esta era la razón por la que Harvey es tan religioso.

A las cinco de la mañana llegamos a La Ceiba, unas horas después me recogerán camioneros y voy a tener una fiebre fuerte como no ha experimentado en mi vida antes. Voy a tener alucinaciones. Voy a pensar en la muerte. Voy a querer despedirme de mis padres y amigos de Moscú. Me quedaré en un hotel fronterizo en Guatemala y al día siguiente me despertaré como si no me hubiera pasado nada. Hay cosas que uno no puede explicar y tal vez no tiene sentido hacerlo.

Pienso mucho en el mono. ¿Cómo está? ¿Dónde está?