Desperté antes que Ulises. Fui al baño y al salir me encontré con su cuerpo desnudo frente al mío. Me quitó rápidamente la playera vieja con la que duermo, mientras que sus manos tocaban mi cuerpo con fuerza y audacia. Nuestros labios se besaban con energía y anhelo como si las ocho horas sin besarnos se hubieran convertido en años. Mi vagina estaba húmeda esperando por su miembro erecto. Parados frente al espejo vi mi cuerpo, atrás estaba él tocando y mordiéndome el cuello. Me penetró de espaldas, mientras sostenía mis senos. Me arqué para moverme más rápido. Los contrastes de nuestras pieles relucían. Observé los pliegues de mi abdomen al encorvarse y mi trasero esforzándose por levantarse para que mi vagina fuera penetrada. Sus brazos largos y fuertes me tiraban de los hombros para continuar nuestros movimientos pélvicos, su trasero se movía rítmicamente también. Mi vagina apretaba su miembro, quería exprimirlo. En un momento ambos volteamos al espejo y nos sonreímos, yo mordí mi labio y él me penetró más fuerte. Mi vagina siguió succionando por dentro. Me dio una pequeña nalgada y siguió tirando mi cuerpo hacia él. No cambiamos casi de posición, sólo por momentos levantaba mi espalda y seguía repegándome.

Estábamos tan conectados que sentí como estaba por venirse. Asentí con la cabeza y al hacerlo mi vagina se contrajo varias veces rápidamente hasta llegar al orgasmo, su esperma se vertió dentro de mí y se mezcló con mi eyaculación. Nos despegamos agitados y extasiados. Nos abrazamos sintiendo la humedad y el sudor de nuestros cuerpos. Te amo, me susurró al oído. Lo apreté contra mi cuerpo más fuerte. 

Después de una semana comencé a sentir cambios en mi cuerpo. Los senos me dolían. Pasaba del llanto al enojo de forma abrupta. Estaba inflamada, cansada, malhumorada e hipersensible. 

-Estás embarazada, me dijo Ulises que me conocía desde hacía más de cinco años y quien se dio cuenta de mi comportamiento.

-No, no creo. Debe ser el síndrome premenstrual en unos días va a bajarme, le contesté intentando ocultar el miedo.

Esperé un par de semanas más, los síntomas se agudizaban y mi menstruación seguía sin aparecer. No lo creía posible. Estaba casi por cumplir 36 años, me había creído estéril. Sólo tenía tres semanas que había cambiado de método anticonceptivo, porque aunque creí que era estéril preferí no arriesgarme.

No quería hacerme la prueba de embarazo. Le temía al resultado. No era la primera vez que creía que estaba embarazada, ni que se me congelaba la sangre al preguntarme, ¿quieres ser madre?, ¿lo tendrías? En mis 20 me hacía pruebas cada mes porque me horrorizaba la idea de estar embarazada y no enterarme hasta que tuviera 5 o 6 meses y que no hubiera otra opción que tenerlo. Había escuchado historias aterradoras. Incluso me obsesioné con un programa en la televisión que se llamaba “No sabía que estaba embarazada”. 

Rebeca, una amiga que con el paso del tiempo se convirtió sólo en una conocida, con quien había compartido caminatas por la Roma totalmente borrachas buscando alguna fiesta por la madrugada, ahora tenía un hijo de 15 años. Se enteró de su embarazo en plena labor de parto. Al principio creyó que le estaba explotando el apéndice, pero lo que le estaba explotando era la maternidad en la cara. 

Cuando me contó esa historia hace más de una década, al encontrarnos bajo unas escaleras en el fondo de una trastienda en el centro de la Ciudad de México, se me cayó la caguama luego de que mi mano comenzara a temblar. ¿Por qué no te diste cuenta que estabas embarazada?, le restregué la pregunta, mientras trataba de pedir una jerga y de recoger los vidrios rotos. Rebeca con esos ojos grandes y esa sonrisa particular me contestó: “por pendeja, goei. Aparte evidentemente siempre he tenido sobrepeso y cuando comencé a subir más, pensé que ya me había pasado de tamales”, soltamos una carcajada al mismo tiempo. La mía resonó más fuerte no por el mal chiste, sino por el temor que me causó saber que era cierto. Que sí sucede. Que puedes estar embarazada y no darte cuenta. 

Tomé fuerza y me hice una prueba de embarazo de la farmacia. Inmediatamente salió positiva. Me quedé pasmada al ver como se pintaban las dos rayas rosas en la prueba. Lloré. Respiré y salí del baño para anunciar la noticia a Ulises. No quería estar sola en ese momento. No quería que vinieran todas las preguntas sentada en el baño y tener que contestarlas nada más yo. Quería su ayuda. La necesitaba.

Al salir del baño, Ulises estaba afuera. Al verme supo que el resultado había sido positivo. Me abrazó y me besó la frente e inmediatamente me aventó al vacío con la pregunta, ¿qué quieres que hagamos? Quiero abortar, contesté en seco. La frase salió sola. Vino de muy adentro. Esos pasos del inodoro a los brazos de Ulises fueron suficientes para que tomara la decisión de la que siempre había huido. La que hace años había dejado en pausa.

Ulises se relajó con mi decisión. Habíamos hablado en varias ocasiones de la gran cuestión que acecha a toda pareja al pasar los 30 y acercarse a los 40 años, ¿y ustedes para cuando los hijos? Vimos a amigas, amigos y familiares reproduciéndose creyendo que de esa forma se deja una huella de su paso en el mundo. Nos tuvimos que aventar los clásicos discursos alrededor de que la maternidad y paternidad son difíciles pero son también la experiencia humana más maravillosa. Desde el inicio de la relación se estableció sólo un “por ahora no, ya veremos después”, como un pacto para no afrontar ninguna respuesta en esos momentos.

Ese día decidí no sólo abortar, decidí que no quería tener hijos ni ahora, ni nunca. No se lo dije inmediatamente a Ulises. Por el momento él sólo sabía que no quería que ese feto siguiera desarrollándose. Estaba de acuerdo y comprometido en acompañarme durante todo el proceso.

Recostada en la cama medité mi abrupta decisión. Imaginé como verdadaderas esas historias que dicen que le pasan a las mujeres que no tienen hijos: se mueren solas mientras que sus perros comen sus cadáveres. Recreé la escena de mis carnes putrefactas sobre la alfombra y Ricarda, mi perrita, devorándolas; en todo el día no pude acariciarla por tal imagen. 

Después, la idea de arrepentirme me azotó y carcomió. Tener 50 años, estar en la menopausia y contemplar mi vida, darme cuenta que me hace falta un vínculo afectivo más fuerte. Desear un hijo biológico y no poder tenerlo. Desarrollar un síndrome psicológico extraño que me lleve a coleccionar muñecas antiguas o peor aún, ranas de cerámica.

Luego estaba algo más real, más inmediato que mi yo menopáusica o mi muerte inminente: la posibilidad de que Ulises sí quiera ser padre. Él es tres años menor que yo y nunca había expresado contundentemente su posición respecto a ser padre o no. Siempre se había mantenido esquivo al respecto. Entonces, pensé, ¿qué pasa si quiere? ¿Terminaríamos la relación en la que hemos trabajado juntos durante cinco años hablando, mediando, apoyándonos, respetándonos, escuchándonos? Todo ese esfuerzo culminaría por diferencias irreparables. Por estilos de vida tan radicalmente distintos. Me pregunté si él cambiaría mi decisión. ¿Si me cuestiono si él podría cambiar esa decisión es porque tengo una leve duda de ser madre, o no?

¿Qué pasaría si soy madre? ¿Qué pasaría si cambio de decisión y no aborto? Comencé a tener un ataque de pánico. Mi ritmo cardíaco aumentó, no podía respirar, comencé a hiperventilar, a sudar. Tardé en calmarme. Intenté respirar profundamente, de ir mentalmente a mi lugar seguro. Pero las preguntas que había evitado desde los 30 años caían como granizo. El golpeteo de un pensamiento a otro, de dudas, de pérdidas, de decisiones era demasiado intenso.

Estaba ahí acostada tocándome el vientre, replanteándome y eligiendo qué vida quiero. Entonces me permití fantasear cómo sería una hija de Ulises y mía. La imaginé con sus ojos miel y su cabello castaño, con mi nariz recta, mi piel morena, mis labios carnosos. Tendría lo más lindo de ambos. Sería una prodigia. Sor Juana estaría celosa de que ella aprendiera a leer y escribir antes de los tres años. Sería una lectora voraz. Llevaría un diario que después usaría para su primera novela. Dibujaría y pintaría a los cinco años sus primeros óleos con ayuda de su padre. Odiaría las películas de Disney y preferiría ver a Hayao Miyazaki pero sin la necesidad de repetirlas una y otra vez como todas las niñas y niños lo hacen. Sería brillante pero sencilla y empática. Divertida, ocurrente y cariñosa. Le gustaría el punk y usaría botas Dr. Martens desde sus primeros pasos. Haríamos yoga y meditación juntas. Sería una excelente nadadora, patinadora y ciclista. De adolescente fumaríamos su primer porro juntas. Le hablaría lo más claro posible sobre sexo y drogas, quitándole cualquier estigma. Viajaríamos alrededor del mundo de mochilazo pese a mi edad. Seríamos mejores amigas y me preferiría a mí en secreto más que a su padre y cualquier otro ser. 

Podría ser un monstruo al mero estilo de Tenemos que Hablar de Kevin. Desde la gestación ya me odiaría y me ocasionaría un embarazo doloroso y miserable. Al nacer tendrían que hacerme una episiotomía, que es prácticamente un corte de la vagina hasta el perineo que se practica durante el parto para que salga bien el bebé. Ya en casa no pararía de llorar, de cagar, de devorarme hasta causar laceraciones en mis senos. Estaría tan cansada y harta que me arrepentiría de ser madre. Me sentiría culpable pero en secreto mi rencor hacía él aumentaría.  Sin necesidad seguiría usando pañal para castigarme, viendo todos los musicales horribles de Disney una y otra vez a todo volumen. Mi frustración crecería y sería la peor madre del mundo. Me culparía por dispararle a sus compañeros en la escuela y yo terminaría nuevamente sola y devorada por mis perros.

La idealización y la obvia proyección de mis gustos me ayudaron a controlar mi ataque de pánico. Luego la ensoñación se esfumó y me di cuenta de lo estúpida e ingenua que había sido esa fantasía. Las hijas e hijos no se convierten en lo que los padres quieren. No son una lista exaltada de deseos, intereses y aspiraciones de ellos. No son una versión mejorada de sí mismos. No se puede diseñar a una persona para ser lo que otra desea.  Ese feto no se iba a convertir en mi frankenstein ideal.

Necesitaba huir de esas decisiones. Puse música para meditar. Intenté concentrarme en mi respiración. En los pequeños puntos rojos, azules, blancos y amarillos que se ven al cerrar los ojos. Llevé la mirada al punto situado entre las cejas. Mi respiración seguía manteniéndose profunda. Dejé que mi mente viajara entre los colores, los sonidos externos que venían de la música y la calle, las fantasías de ser madre, de no serlo. Sentí el miedo y la incertidumbre. Acepté todo como se presentaba. Mientras que respiraba a la par. No sé cómo lo logré, pero un punto de color que había estado observando con los ojos cerrados, comenzó a expandirse. Mi mente vio el azul más intenso. Estuve ahí unos minutos. El sonido fuertísimo de la campana de la basura, que justo se pone afuera de mi balcón, me obligó a regresar de ese trance. Abrí los ojos y respiré profundamente, me acaricié el vientre. Sentí una sensación de tranquilidad y paz.

Entonces saltó la respuesta real. No, no quieres una hija ni un hijo. No quieres un embarazo. No quiero ser madre ahora. ¿Quieres ser madre después?, me pregunté. No, fue la respuesta. 

Ulises abrió la puerta y le salté al cuello. Lo besé. Me sonrió y me devolvió los besos y las caricias algo extrañado por haberme encontrado esperándolo en la puerta. “¿Qué pasó? ¿A qué se debe la tremenda recibida?”, me dijo. Ya agendé una cita para el procedimiento, le contesté mientras avanzabamos del pasillo a la sala para sentarnos. Esperé a que se sentara y le arrojé la pregunta, ¿quieres ser padre? Ulises consternado me miró fijamente a los ojos y suspiró. Tú ya decidiste que no quieres este bebé. Feto, lo corregí. Sí, perdón feto, contestó.

-Estamos en una situación difícil ahora, tú no tienes trabajo y a mí me recortaron el proyecto del museo. Nos subieron la renta este año. Aparte tú quieres abrir tu propia agencia y yo quiero invertir también en el estudio. Creo que deberíamos esperar, aparte ya descubrimos que no somos estériles como creíamos, dijo mientras me cerraba el ojo y me daba un beso en la mejilla.

-La pregunta es si quieres ser padre. Por ahora sé que no, pero en el futuro. ¿Quieres tener hijos?, lo cuestioné, con la voz entrecortada, mientras mi pulso cardíaco aumentaba y la tranquilidad conseguida unas horas antes se esfumaba. 

Observé como Ulises tragó saliva y su manzana de Adán subió y bajó. Subí la mirada y él me echó una mirada nerviosa y confundida. Sí, me gustaría, contestó esperando que esa fuera la respuesta correcta.

Me puse pálida, porque Ulises inmediatamente me preguntó si estaba bien. Nuevamente traté de respirar profundamente para sacar fuerza para responder.

-Creo que ambos habíamos evitado hablar del tema. Yo no sabía si quería ser madre o no. Estar embarazada, sentir qué es, aunque sea unas cuantas semanas me ha dado perspectiva. Me ha ayudado a pensar de forma más consciente si quiero o no. Y no, no quiero. Sé que no debería tomar la decisión ahora con todas las hormonas alborotadas. Pero no creo que va a cambiar. Es algo que ya se había asomado antes y se reveló ahora. No quiero ser madre. No quiero gestar. No quiero criar. Quiero liberarme de esa decisión. Pero si tú quieres tener hijos, tenemos que hablar al respecto, le dije en tono enérgico movida por la adrenalina que invadía mi cuerpo. ¿Qué va a pasar?, rematé, prendiendo la mecha para dinamitar todo.

Ulises seguía mirándome fijamente casi sin moverse. Se puso rígido, pálido y su sonrisa se borró. Le temblaba la mandíbula, de lo tenso que parecía su rostro.  Cuando dejé de hablar él tardó unos minutos en responder. Sus palabras salieron con dificultad.

“No-o… no-o se-é”, tartamudeó. Calló nuevamente y tragó saliva, supongo que para humectar su garganta. No sé qué decirte. Sabía que en algún momento teníamos que hablar sobre esto. Tienes razón, ambos lo habíamos evitado. Ahora no es un buen momento para tener uno, pero sí me gustaría tener hijos. Los quiero contigo. Creo que haríamos un buen trabajo siendo padres, le podríamos enseñar muchas cosas. No serían como esos niños molestos de los parques. ¿Por qué no quieres tenerlos?, dijo por último como si quisiera poner el peso sobre mí y deshacerse del dolor que le estaba ocasionando la charla. Su voz se escuchó entrecortada y nerviosa. 

-No quiero, le respondí, mientras levantaba y bajaba mis hombros como reflejo. Tengo miedo. No encuentro una razón suficiente para dedicarme durante toda la vida a cuidar a un ser egoísta. No me gustan las cosas de niños. Me cagaría responsabilizarme por algo que salió de mis entrañas.– El tono de mi voz se ponía más firme y el volumen de las palabras subía de intensidad. Me horroriza amar a alguien tan profundamente que mi vida cambie por siempre. Me gusta mi vida sencilla. El té por las mañanas, pasear a Ricarda, hacer ejercicio. Tener sexo. Trabajar. Comer. Leer. Pensar en mí, en mis proyectos. Saber que nadie depende de mí de ninguna forma. No veo la necesidad de reproducirme. No siento el deseo. Más allá de las chaquetas mentales que supongo todos nos hacemos. No me gusta sentirme atrapada.– Mientras se liberaban las palabras nunca antes dichas con tal tenacidad ni de forma tan sincera. Sentía cómo me volvía ligera. Cómo resonaba de sentido mi decisión. Me sentí fuerte por expresarlo. Por dejarlo claro ante Ulises. La decisión estaba tomada. Mi ritmo cardíaco seguía alto porque estaba emocionada. Excitada. Liberada. Sentía que mi cuerpo ardía, estaba sudorosa. Sentí que crecí 30 centímetros en ese momento. 

Ulises parecía haberse encogido. Lucía como un pequeño niño asustado y nervioso. Sus ojos estaban llorosos, su boca seca y tensa como todo su cuerpo. Cuando discutíamos siempre quería romper el enojo con un beso y un abrazo. Esa vez no se movió. Estaba petrificado. Confundido. Mirándome atentamente. 

– No sé. No sé. No pienso igual que tú–, me dijo intentando moverse para salir del letargo. –Un hijo no te limita. No es una carga. Es un ser humano de quien se puede aprender muchísimo. No sólo va a depender de ti, también de mí. Yo estaría a tu lado. Haría mi parte. No huiría, como el ex de tu hermana.– Se paró del sillón y parecía ahora más alto que nunca. Siguió hablando tenazmente. Convencido de su discurso. Convencido también de su decisión. –Podrías seguir haciendo todo lo que tú quieras.– Prosiguió excitado. –Yo podría cuidar más tiempo al bebé. Mi trabajo me lo permite. No tengo que estar en una oficina encerrado. Tendría tiempo para criarlo. Te prometo que no vamos a ponerle esas películas que odias de Disney. Seríamos buenos padres. ¿Para qué trabajar si no habrá alguien que disfrute de nuestro esfuerzo? Sí quiero ser padre. Quiero que hagamos una familia juntos. Cuando saliste del baño pensé que no era el momento, pero que si tú querías yo me rifaría. Hasta me emocioné. Al ver tu cara me di cuenta que tú no. Pero no pensé que nunca. Que sólo era por la situación actual. Que en un par de años tendríamos al menos una hija. Ya sabemos que niños no, que esos son como el Kevin, –intentó bromear con nuestro chiste local para hacerme sonreír, porque ahora la que estaba pasmada era yo. Le devolví una mueca forzada. Tratando de ocultar mi miedo a su deseo.

Me tomó de la mano y me dijo, “por favor, piénsalo bien. Yo estaré contigo en este aborto. Pero me encantaría que fuéramos padres en el futuro. Nuestra hija sería hermosa, inteligente y divertida. Va a desafiarnos y nos hará crecer. Piénsalo–, me repitió mientras acercaba a nuestra perra que parecía estar mirando toda la situación desde el otro sillón. Antes no querías a Ricarda. Me dijiste que no podrías hacerte cargo de ella, cuando la traje a casa después de encontrarla en la calle con todas esas pulgas y totalmente desnutrida. Ahora no puedes dormir sin ella. Nunca te he visto llorar como lo hiciste el día que la operaron. Te vi cuidarla tan delicadamente, que me enamoré más. Sabes cuidar, amar. No eres tan egoísta como quieres creer. Serías una excelente madre–, enfatizó la e de una forma exagerada y apretó mi mano. Intentó abrazarme y besarme, pero yo no contesté el afecto. Mi cuerpo se pasmó por completo. 

Ulises comenzó a llorar. No quiero perderte, me dijo. Tenemos tanto en común, te busqué por años. Quiero estar contigo hasta viejitos. Tener hijos, nietos y más perritos. No quería hablar antes de esto, porque tenía miedo justamente de lo que acabas de decir. No quería escucharlo. Temía que fuera verdad. Por favor, piénsalo. No te estoy diciendo que ahora quiero ser padre. Sería en el futuro, dos o tres años–, siguió hablando y repitiendo, “piénsalo, piénsalo”, sin olvidar el “por favor”. Comencé a llorar también, lo abracé con fuerza. “No puedo”, le dije.

Ricarda huyó del sillón. Nos quedamos abrazados llorando. A ratos él me veía fijamente y movía su cabeza de un lado a otro. Con sus ojos me suplicaba considerar y cambiar mi decisión. Para no seguirlo viendo cerraba los ojos y respiraba profundamente. Esa noche dormimos abrazados entre lágrimas y mocos. Entre cada suspiro intentábamos asimilar nuestra vida dinamitada. El cambio. Nuestros caminos estaban bifurcados. 

Unos días después aborté. La ginecóloga, después de confirmar mi embarazo con una prueba de sangre y un ultrasonido, me dio ocho pastillas. Me explicó cómo colocarlas en mi lengua y después tomarlas. Me dijo que no era necesario quedarme en la clínica, era más cómodo hacerlo en casa. Ulises estuvo a mi lado todo el tiempo. Me preparó caldito de pollo, bolsas con semillas calientes, ibuprofeno, té y una jarra de agua. Me acosté y después de una hora comenzaron los cólicos y apareció el sangrado. Dos horas después los cólicos se intensificaron, comencé a sudar y tuve diarrea y vómito. Ulises me asistía y estaba al pendiente de mí con un libro en la mano. Debo de admitir que lo odié un poco ese día, porque era injusto que yo sólo pasara por ese dolor tan intenso, mientras que él estaba ahí acostado leyendo preguntando si necesitaba algo. El aborto fue una mezcla entre los peores cólicos de mi vida y una fuerte infección estomacal. Después de seis horas todo pasó. Me quedé dormida totalmente sudada. No vi nada parecido al feto ingeniero. Sólo un par de coágulos grandes, que no eran tan distintos en tamaño con los que a veces arrojaba durante mi menstruación.

Desperté al día siguiente sólo con sangrado y muy pocos cólicos. A la semana volví a hacerme otra prueba y ultrasonido para verificar que todavía había sido arrojado. Estaba completamente limpia y se había ido ya el sangrado vaginal.

Un reloj gigante no dejaba de sonar estruendosamente con un tic tac, tic tac, todos los días. Después del aborto no tuvimos sexo durante semanas. Yo entré a trabajar en una agencia y él tenía un nuevo proyecto. Ambos nos concentramos en el ámbito laboral.  Las sobremesas de los fines de semana que antes eran de horas en algún restaurante, se hicieron más breves y casi repitiendo los pormenores del trabajo. Los besos largos y las caricias fueron disminuyendo también. Cada uno comenzó a salir más con sus amigos y amigas sin el otro. Llegábamos ebrios todos los viernes y sábados. Los domingos cada quien crudeaba aparte. Él en la sala y yo en la recámara. Dejamos de hablar de nuestros deseos y proyecciones a futuro. 

Llevamos meses así.