10,713 kilómetros separan Moscú de la Ciudad de México. Son entre 11 a 20 horas en avión. Los vuelos directos aún no existen como si no hubiera ninguna necesidad de conectar estos dos mundos. “Está muy lejos”, dicen algunos cuando descubren de dónde soy. Lo es. “Es muy diferente”, comentan otros. Pero después de cuatro años de vivir en México ya no estoy tan segura sobre lo último. 

Los clichés que tienen los mexicanos sobre Rusia incitan la sensación de la otredad nacional y  cultural. Temperaturas hostiles, líderes fuertes, escritores atormentados y vodka. Porque sin vodka no se sobrevive en temperaturas hostiles, ni se sostienen líderes fuertes, ni se forman escritores atormentados. 

Rara vez se puede encontrar una sonrisa caminando por las calles de Moscú. Hasta tenemos un dicho para esta ocasión: “Смех без причины – признак дурачины” – La risa sin chistín revela un tontín. 

En México, por el contrario, no se necesita una razón para sonreír. Es un lugar cálido, lleno de pirámides sagradas y lugares ancestrales; de pintoras famosas y crímenes sangrientos. Parecería que estos dos extremos no podrían tener nada en común. 

¿Será cierto?

La primera vez que visité México en 2013 lo atravesé de aventón desde la frontera con California hasta la de Guatemala. En algún lugar del norte me paré a comer. El restaurante era una casa cuadrada de concreto pintada de color naranja, algunas ventanas no tenían vidrio, las mesas eran de tamaños distintos. A pesar de estos pequeños detalles, el lugar se veía bastante acogedor y era muy popular entre los camioneros. Me senté en la única mesa que tenía una maceta con flores. Pedí mi machaca sin saber que era y observé a mi alrededor. Noté una grieta en el muro que se extendía desde el techo hasta el lugar donde se encontraba la maceta. La moví y descubrí un hoyo pequeño en la pared que revelaba el patio de atrás del restaurante. Ese pequeño detalle me hizo sonreír; pensé “así también se resuelven los problemas en Rusia”. La machaca era deliciosa.

Ilustración por Tania Caballero

Todas las naciones son absurdas y ridículas a su manera. Sin embargo, el absurdo mexicano me reconforta y me hace sentir en casa. Porque su casa es mi casa, como a los mexicanos les encanta decir. Los rusos tal vez no lo dirán a la cara, pero harán todo para que su huésped se sienta cómodo. El otro famoso dicho ruso – “последнюю рубашку отдаст”, literalmente se traduce como “él regalaría hasta su última camisa”.  

Podría ser que México y Rusia son dos polos. Lo que los representa en la forma más profunda son sus extremos. Según esta lógica, los rusos tienen más en común con los mexicanos que, por ejemplo, con los finlandeses y suecos. A nuestros vecinos escandinavos les falta la locura internalizada que nos caracteriza, somos al mismo tiempo europeos y asiáticos. 

Así como el poeta simbolista ruso Aleksandr Blok escribió en su poema “Escitas”:

«Millones son ustedes. 

¡Nosotros somos millones de millones! 

Pues bien, intentan combatirnos: 

Somos los escitas, sí; los asiáticos somos, 

De ojos oblicuos, llenos de voracidad…. Todo lo amamos: el calor de los números fríos 

 Y el don de las visiones divinas; 

Todo lo comprendemos: el agudo espíritu gálico 

 Y el tenebroso ge­nio alemán». 


Los rusos y mexicanos fuimos creados del caos. Ambas naciones estamos acostumbradas a la noción de una catástrofe potencial que puede representarse mediante terremotos, revoluciones, guerras o el colapso de un régimen y la llegada de otro. No obstante, esta noción de un desastre no nos hace más preparados para él. Fanáticos, formalistas, patriotas, románticos, lunáticos, machistas, conservadores e idealistas. Somos peregrinos ideológicos que buscamos un camino auténtico con mucha devoción, pero acabamos vagando sin razón. 

Como a México le gusta una buena fiesta, a Rusia le excita una buena guerra. Guerras y fiestas son dos formas del olvido. ¿El olvido de qué? 

Nací en 1989 y dos años después la gran potencia soviética dejó de existir. Mi generación fue la primera que legalmente pudo tomar Coca-Cola y masticar chicles Juicy Fruit, usar jeans y escuchar el glorioso pop de los 80. Nos americanizamos drásticamente rápido: llamamos a nuestras muñecas en honor de los personajes de Beverly Hills 90210. Sin saber inglés tarareamos canciones de Britney Spears y llegamos a considerar a McDonald’s como el máximo placer gastronómico.

México después de firmar el Tratado de Libre Comercio en 1994 aceleró el consumo cultural de Estados Unidos y en el país aparecieron sus primeros Brians y Kevins, ¿inspirados por Beverly Hills?

En ambos países el neoliberalismo ha sido grotesco, dado que el individualismo es nefasto y antinatural para los países que históricamente vivieron en comunas. La creación más caricaturesca del capitalismo salvaje, los nuevos ricos, son idénticos en México y Rusia. Su gran reloj de oro, un saco de color extravagante, una mujer exuberante a su lado. En los hábitos de nuevos ricos se refleja el despliegue vulgar del poder, ya que los rusos como los mexicanos adoran la grandeza, la monumentalidad y el brillo. 

Nos parecemos también metafísicamente. En México tienen a los brujos de Catemaco que ayudan a los políticos locales a lograr el éxito, en Rusia a chamanes que realizan exorcismos con el propósito de expulsar a Putin del poder. 

10,713 kilómetros es una distancia larga. Pero cuando me dicen que “Rusia está lejos”, no piensan en la distancia sino en las diferencias que nos alejan. Por eso la próxima vez cuando hable con algún ruso en lugar de preguntarle qué tan lejos está , pregúntale qué haría con una grieta en la pared.